TOMÁS RODAJA Y SU VERGÜENZA POR LOS ESTUDIANTES DE DERECHO DE HOY

TOMÁS RODAJA Y SU VERGÜENZA POR LOS ESTUDIANTES DE DERECHO DE HOY. Por Vidriera el día 14 de del 2007 -R E P R O C H E-

«Paseándose dos caballeros estudiantes por las riberas de Tormes, hallaron en ellas, debajo de un árbol durmiendo, a un muchacho de hasta edad de once años, vestido como labrador. Mandaron a un criado que le despertase; despertó y preguntáronle de adónde era y qué hacía durmiendo en aquella soledad. A lo cual el muchacho respondió que el nombre de su tierra se le había olvidado, y que iba a la ciudad de Salamanca a buscar un amo a quien servir, por sólo que le diese estudio. Preguntáronle si sabía leer; respondió que sí, y escribir también. -Desa manera -dijo uno de los caballeros-, no es por falta de memoria habérsete olvidado el nombre de tu patria. -Sea por lo que fuere -respondió el muchacho-; que ni el della ni del de mis padres sabrá ninguno hasta que yo pueda honrarlos a ellos y a ella. -Pues, ¿de qué suerte los piensas honrar? -preguntó el otro caballero. -Con mis estudios -respondió el muchacho-, siendo famoso por ellos; porque yo he oído decir que de los hombres se hacen los obispos.«

A usted, lector(a) aclaro: no debe entenderse lo que aquí escribo como una generalización apasionada; excepciones a lo que aquí leerá, las hay; empero, debe escribirse para la mayoría y no para los menos que forman la excepción. Ya habrá momento para anotar sobre ellos porque, después de todo, son ellos –las excepciones- los que deben importar.

Aclaro también que lo aquí puede leerse no va para quienes creen haber superado la enfermedad de la ignorancia; esos, por tal razón, no requieren de la lectura de esto. Son los jóvenes quienes deben abrir los ojos y ya por conciencia o porque esto les pique las posaderas del orgullo, reaccionar para no quedarse en simples Tomases Rodajas.

Esa noble intención, ese principio de vida de quien fuera primero Tomás Rodaja y después El Licenciado Vidriera, hoy está por completo alejado de ustedes, jóvenes estudiantes de Derecho (por no decir que de cualquier profesión). Hoy, abogados y abogadas, deshonran desde las aulas nombres y patrias por no entender que el estudio y sólo el estudio es lo que dignifica.

Hoy, el abogado(a) cuenta con un perfil que en lo cuantitativo impresiona más que en lo cualitativo. La cantidad de conocimientos que se tienen por jurídicos, la torpe idea de que se debe seccionar el Derecho para su ejercicio como si se tuviera la misma intención que respecto del átomo, la mediocridad que caracteriza a lo que antaño fuere tan encomiable gremio, la “formación” académica “especializada”, soportada por las escuelas-negocio (que no universidades, por mucho que se insista en tal aberración), ha dado como resultado generaciones de jóvenes que en lo cualitativo son poco menos que una diezmilésima parte de la mera intención de Tomás Rodaja.

La cultura entendida como lo que es: un “todo”, fue sustituida por la acumulación de datos desorganizados -sin ton ni son- cada vez más restringidos en su esencia; las escuelas de Derecho se convirtieron en contenedores de parásitos casi del mismo tipo que las platinas de los microscopios; se ignoró el concepto de la “excelencia” para optar por uno más rentable y cómodo, el de la “mediocridad”. Siempre hay excepciones, pero por lo escaso de ellas, hoy son más vergonzantes que honrosas.

La exigencia en la excelencia de ustedes, estudiantes de Derecho, no es de esperarse en un sistema que no la procura ni respecto de sus profesores(as). Han sustituido en su vida académica el sentido del salto por el del arrastre. Mediocres ha habido desde que el ser humano existe, como cualidad negativa humana que es la mediocridad, pero el número en épocas anteriores era hasta cierto punto soportable y tenía trazas de curable.

Hoy ustedes, jóvenes abogados(as), hacen las piruetas que pueden y hasta las que no pueden para arrastrarse de un nivel profesional a otro; de una clase a la siguiente, de la licenciatura a la especialidad o, quizá peor, contraen el abdomen para arrastrarse mejor y miran directo por una maestría y de ésta al doctorado. Ya ahí, la piel está lo suficientemente curtida para arrastrarse aún más y el segundo doctorado llega pronto.

En la licenciatura, la etapa más importante en su formación profesional, procuran a los profesores según su nivel de mediocridad: a mayor facilidad en la acreditación de una asignatura, mayor concurrencia habrá de tener ese profesor(a) en sus filas. Cumplen con la cuota: lo suficiente para acreditar una materia y tener así el “espacio” que les permita arrastrarse a la siguiente. Con ese método llega su graduación; responsabilidad compartida entre el ustedes y la institución en que durante años no han dejado más que polilla.

Lo que les espera a ustedes de eso: abogados si la menor madurez profesional, sin un criterio definido de lo que es la abogacía, sin un proceso mental asentado sobre el cómo y el porqué del Derecho o, dicho de otra manera, muchos de ustedes iniciarán su vida profesional con abundantes barbitas y aún muestras de acné (en el caso de los hombres) creyendo que cuentan ya con un cúmulo de supuestos conocimientos especializados que no son capaces de siquiera asimilar. No por incapacidad per se (salvo casos perdidos, la mayoría de ustedes tienen arreglo) sino porque se requiere de una madurez tal para procesar y no sólo acumular información en esa cosa que se llama cerebro.

Mírense a ustedes mismos con una cultura apenas digna de alumnos de educación básica, con total repudio de la lectura, minusválidos en el ejercicio de la escritura, cómodos con la idea del magister dixit pues el debate de las ideas implica un esfuerzo más allá de la cuota, ciegos ante la posibilidad que tienen y otros no, pasivos cuando se trata de exigir lo único a lo que tienen derecho: aprender, pero efusivos cuando la irresponsabilidad de otros se traduce en algunas horas libres o en un menor esfuerzo académico.

Pero también sus escuelas tienen lo suyo. Hoy las universidades, todas, las que los son y las que anuncian que lo son, olvidan o les es rentable olvidar el proceso de madurez que requieren los jóvenes recién formados en una profesión. Siempre venderá más un negocio-escuela que pueda decir que su índice de reprobación es el menor aunque su nivel de preparación no lo midan, o los que presumen que sus egresados logran post grados a los “veintipocos” años de edad.

Una institución que promueve un alto índice de reprobación basado en la exigencia, así como el requisito de la experiencia y la multicitada madurez profesional previa a niveles posteriores a la licenciatura será, además de un mal negocio, la última de las opciones de ustedes que buscan el tránsito por la educación superior con el menor esfuerzo y, definitivamente, la última opción para Tomás Rodaja.

Cierto es que hoy la excelencia y la experiencia se han desdeñado para optar por lo supuestos beneficios de la juventud. A ustedes les venden –y les venden bien- la idea de que sus historias académicas les brindarán toda clase de milagros. No se trata de afirmar que ustedes no tienen bondades por su juventud; las tienen y muchas, pero en definitiva deben entenderlas según la actividad en que puede rendir mejor para sí mismos o para los demás, pero sobre todo deben entenderlas como parte de un proceso que les exige esfuerzos más allá de los que señala un historial académico. Mientras ustedes cumplen sólo con sus cuotas de estudio, hay algunos que las superan; los mismos que el día de mañana tendrán la posibilidad de moverles la batuta, no por ser más altos, más rechonchos, más claros o más oscuros, sino porque en su momento entendieron que ser abogado implica un empeño mucho más allá de lo que lamentablemente hoy se les exige para serlo.

Así se ven anuncios presumiendo la vergüenza de postular legisladores de alrededor de 20 años, presidentes municipales y demás cargos que no son de poca importancia. Ello, lejos de hablar bien de la juventud, es una pésima referencia de los partidos que los postulan.

Los romanos, sensatos mucho más que quienes en ellos queremos reflejar las instituciones, entendían muy bien esa idea.

Los senadores debían ser siempre hombres (porque también eran machos) de al menos sesenta años. No porque existiera un gobernante Loperio Obradoris que se preocupara por sus viejitos y quisiera tenerlos activos a costa del erario, sino porque se sabía que a esa edad se había acumulado una singular experiencia, se había hecho ya –bien o mal- una vida que les permitiera tener el sentido de entrega hacia su pueblo. Porque se trataba de hombres forjados por la vida pública, militar y ciudadana con la cantidad de años vividos tal que debían nutrir su nación con las decisiones que les dictaba la experiencia atada del conocimiento.

Los diputados, por el contrario, debían ser hombres jóvenes, con la fuerza y el ímpetu bastante para defender a su pueblo, siempre controlados en sus arrebatos por las sabias canas de los senectos. No les estaba permitido llegar al senado con tan poca edad pues se pensaba –y se pensaba bien- que en esa etapa de su vida sus sentimientos miraban a crecer, acaudalarse, formarse una vida y un nombre, consolidarse.

En estos días, ustedes estudiantes y sus escuelas de Derecho, han olvidado todo ello, lo que tiene como consecuencia futuros abogados(as) menos que mediocres en su formación. Han confundido la prosperidad económica con el éxito profesional. Estiman que el abogado en ciernes es exitoso porque logra un empleo con ingresos decorosos, cuando lo óptimo debe siempre ser que el abogado mida su éxito en función de su capacidad de ejercer su profesión dignamente, con esa intención de ser el o la mejor en ella.

Secretarios –de Estado o de oficina-, jueces, magistrados, ministros, agentes del ministerio público, directores generales o jefes de departamento al servicio del Estado o de alguna entidad federativa lucen como pueden su ignorancia y su medianía, los distingue la pereza, la vulgaridad, el desapego absoluto al estudio (que debiera comenzar en su etapa más exigente cuando se termina la fase académica), el desinterés por pulir los conocimientos adquiridos en las aulas, son todas ellas calidades que distinguen a ese tipo de abogados. Siempre habrá excepciones pero, reitero, por lo pocas de ellas, son ya más vergonzantes que honrosas.

Flamantes egresados de escuelas-negocios y aún de las públicas, con no menos flamantes títulos de especialización; asesores, consultores, toda clase de “istas” (penalistas, corporativistas, mercantilistas, civilistas) y demás colguijes que penden de su calidad de abogados(as), han ocupado en la conciencia de la gente la imagen del abogado exitoso.

Ese tipo de “profesionales” sustituyeron la toga y el birrete –antaño símbolos de sabiduría- por la mera apariencia, aunque ésta no sea sino el envoltorio de una caja hueca de conocimientos. Lamentable es recibir jóvenes emprendedores, llenos de ánimo por lograr el éxito, pero armados con una mediocridad bruñida.

Timoratos, sin la menor idea de la dignidad que da el ser abogado(a), quizá porque para entenderlo se debe ser digno de tal título. Supuestos profesionistas que ejercen día a día la profesión bañados en faltas ortográficas, en total desconocimiento de la gramática como signo mínimo de cultura, refugiados en los formatos repletos de imperfecciones técnicas, conformes con el manejo vulgar de las instituciones jurídicas como si ningún sentido tuvieren las clases como el medio de lograr la pulcritud en el Derecho, plegados a las exigencias non sanctas de los superiores jerárquicos, conformes con ver remunerados sus servicios aunque estos sean de la menor calidad, o aunque estos atenten contra los principios que protestaron proteger al recibir el título que aprecian como un mero medio de posicionamiento social.

Muy lamentablemente eso son hoy ustedes, los estudiantes de Derecho y las instituciones que los “preparan”. Por supuesto –y nunca será suficiente el énfasis que en ello se haga-, hay instituciones preocupadas por la excelencia, hay jóvenes entregados al estudio, conscientes de la formación del carácter del abogado, con el espíritu de cuestionamiento que siempre debe ir de la mano de quien estudia la ley, capaces de conciliar el éxito bien entendido con la aplicación leal del Derecho, valientes insatisfechos de lo que en las aulas reciben y comprometidos con la creación del Derecho más que con su mera memorización, atrevidos en el perfeccionamiento de las ideas elaboradas, agudos en la crítica sin importar el autor de la idea original. Verdaderos abogados.

El miedo a determinadas palabras hace que se adopten otras por demás nocivas. El miedo a la palabra “elite” lleva a caer en la “mediocridad”; ambos sustantivos pero con significados opuestos. Cierto es que “elite” refiere un grupo selecto de personas por pertenecer a una clase socialmente elevada, pero también es cierto que la definición misma agrega: “o por destacar en una actividad”.

Esa actividad debe ser siempre el estudio. Las universidades, las que sí lo son, deben buscar siempre alumnas y alumnos de elite. No por pertenecer a una determinada clase social, sino por ser quienes destaquen en la actividad del estudio.

Si hay jóvenes que no cuentan con recursos para una vida académica decorosa, debe tenerse la sensibilidad de apoyarlos con la promesa de pago en sus estudio, en su calidad de estudiantes, en su compromiso con su profesión y con su segunda casa: su Universidad (en ocasiones la primera).

Dejen ya, jóvenes, los eufemismos vulgares y aprendan a llamar las cosas con el nombre que éstas tienen. En necesario que ustedes se vean como estudiantes de elite, sobresalientes en la actividad del estudio esforzado. Llamen ya mediocre al profesor que se conforma con firmar su asistencia aunque no ponga las pezuñas en su aula (porque esos no merecen tener pies); exijan lo único que tienen derecho a exigir: excelencia y compromiso en quienes tienen el honor de ser profesores(as); señalen, critiquen, analicen u juzguen lo que reciben en clase, pero no olviden que para ello es necesario el estudio previo y el conocimiento de lo que se trata de debatir. No orgullo más satisfactorio que el de saber más, como tampoco hay cosa más imperdonable que el terminar el día sin haber aprendido algo nuevo por cuenta propia.

Vomiten la idea de la recopilación de datos. Creen (de crear) Derecho y no sólo lo entiendan con la cretina idea de que todo está escrito y está escrito bien. Repudien a quienes se paran delante de un salón de clases a repetir ideas ajenas como si no debiera intervenir el cerebro en el proceso de enseñanza. Reclamen “Maestros” y no meros burócratas (en el sentido peyorativo de la palabra), busquen a quienes tienen la capacidad de formar más que de informar. Sean estudiantes de elite.

Vaya, pues, este reproche para los primeros, para aquellos que hoy serían motivo de vergüenza para Tomás Rodaja, para aquéllos que no serían capaces de servir a cambio de estudio, a cambio de la oportunidad de alimentarse de conocimiento para alimentar a otros de los derechos que les son atacados, el reproche para quienes jamás podrán honrarse a sí mismos y menos aún a sus nombres y a sus patrias.

Y vaya también el sentimiento de respeto para los jóvenes que, a pesar de las comodidades que hoy se les tienden enfrente, prefieren el camino áspero del esfuerzo, de los saltos y no del arrastre, de la excelencia y no de la mediocridad, del perfeccionamiento y no del conformismo vil, de los que entienden que el arrojo de su juventud les promete la sabiduría en la vejez y de los que entienden que la timoratería en sus pocos años sólo les traerá la cobardía mañana.

A la presencia –que no a la memoria- de Don Ernesto Gutiérrez y González. “Vidriera”