Tratar sobre qué es el Derecho (a secas) es complicado. Ahora, tratar sobre la evolución del Derecho es doblemente complicado. Historiar una categoría que hoy día resulta difícil de definir parece una tarea sino imposible, sí bastante difícil.
¿Qué es el Derecho? Aún vibran en mis oídos aquéllas palabras que pronunciara en mis tiempos de facultad mi otrora profesor de Derecho Romano: ius est ars boni et aequi (el Derecho es el arte de lo bueno y lo equitativo).
La fórmula breve y que parece simple, en sí misma barrunta dos graves problemas: en primer lugar, determinar qué es lo bueno; en segundo lugar, qué es lo equitativo. No es este el lugar para precisar tales categorías ni tampoco son éstas el tema que hoy me toca exponerles a ustedes.
Sin embargo, y como me toca tratar sobre la evolución (sí es que la hay) del Derecho, menester es determinar, antes que todo, qué es, precisamente, el “Derecho”.
El problema que formulo con una pregunta bastante simplona, a segundas vistas resulta ser sumamente complejo. Ya Kant anunciaba, allá por su época (siglo XVIII) que los juristas aún no nos poníamos de acuerdo respecto a qué entender por Derecho.
Y la sentencia kantiana parece cierta. Aún hoy, y pese a que pueda afirmarse con rotundidad el ubi societas ibi ius (donde hay sociedad hay Derecho), el problema de determinar qué es el Derecho sigue llenando bibliotecas.
Dos palabras, y con esto comienzo a correr el velo para presentarles a ustedes al Derecho, han sido utilizadas para referirse a éste: ius y directum. Fácilmente pueden ustedes deducir de cuál de ambos vocablos deriva directamente la voz «Derecho»: directum.
Sin embargo, me permito señalarles que no en todos los lugares ni en todas las épocas el vocablo Derecho ha sido empleado para nombrar al fenómeno jurídico.
Allá en antaño, en las épocas romanas (que han de saber que fueron tres: la monárquica, la republicana y la imperialista) el término utilizado para referir el fenómeno jurídico era ius. Inclusive, la disciplina encargada de estudiar tal ius era conocida como iurisprudentia (jurisprudencia), la cual venía a ser, en palabras de Ulpiano, “divinarum atque humanarum, rerum notitia, iusti atque iniusti scientia”; es decir, el conocimiento de las cosas divinas y humanas así como la ciencia de “lo justo” y de “lo injusto”.
Quiero desde este momento destacar que propiamente toca a la ius scientia o Ciencia del Derecho estudiar “lo justo” y “lo injusto”. También quiero recalcar y llamarles a ustedes la atención desde este momento sobre el empleo de la sustantivación del adjetivo «justo»; es decir, la palabra «justo» no es utilizada simplemente como un adjetivo calificativo (como en la oración Horacio es un hombre justo que paga sus deudas a tiempo), sino que es sustantivada a través de la adición del artículo neutro “lo”, permitiendo que la expresión «lo justo» pueda ser utilizada como si fuera un sustantivo, esto es, como si designara una específica entidad o un específico ser (por ejemplo: lo justo es que tú pagues la cantidad que debes).
Hechas las anteriores advertencias y llamadas de atención puedo ya entrar a la primera parte del tema que me toca exponer hoy: ¿Qué es el Derecho? Y para esto deberé tratar de la justicia y de lo justo.
Sabemos que entre Derecho y justicia existe una íntima relación evidenciada, en primer lugar, en sus orígenes culturales greco-latinos en donde etimológicamente se pone de manifiesto que los vocablos empleados para designar al Derecho ─ius en latín y to daikon en griego─ significan, literalmente, “lo justo” (así, como neutro sustantivado). Por tanto, repetimos, para esclarecer qué es el Derecho es menester determinar qué es la «justicia».
La justicia puede ser considerada de tres formas: como valor, como idea o como hábito. Cada una de éstas implica una diversa noción de lo jurídico.
Considerar a la justicia como valor deja al Derecho sin esencialidad y lo hace un mero referente de la justicia, ya sea que la realice o la malogre.
Por otro lado, si concebimos a «la justicia como una idea», el Derecho queda como una noción figurativa e idealizada sin correlato en la realidad concreta y, por ello, la noción que nos formemos de éste será la propia de un “[…] híper-racionalismo asfixiante, dogmático, axiomático y suprahistórico[sic], que subordina todo el derecho positivo como a una especia de derecho natural idealizado, sublimado en el laboratorio del jurista, y al margen de toda experiencia práctica.”
Vistas así las cosas y descartadas dos de las formas en las que puede ser considerada la justicia, quédanos aún una que resulta, por cierto, ser la más modesta y discreta, pero la mejor: la justicia considerada como «hábito».
Hábito, recordemos, es una simple reiteración de conductas caracterizadas por la identidad de su objeto.
En la antigüedad clásica la filosofía moral consideró a la justicia como un hábito, más exactamente, como “[…] la virtud o el hábito de una acción recta en su objeto y, más exactamente, como el hábito de la acción justa o dirigida hacia lo justo, en tanto que acción ordenada a la asignación o al reconocimiento de lo que corresponde a cada quien.”
Por acción justa o dirigida hacia «lo justo» debemos entender aquella que se sigue de su objeto, es decir, aquella que tiende a realizar al derecho o «lo justo» ─ius, to daikon─ y que está ordenada, por tanto, a la satisfacción de lo que “es debido”, esto es, lo suyo de cada quien (derecho subjetivo)
Por tanto, si consideramos a la justicia como el hábito del derecho o de lo justo (neutro sustantivado) se puede pensar en una noción «sustancial» del Derecho, es decir, es posible afirmar que el Derecho tiene una entidad propia y que dicha entidad constituye algo valioso, tan valioso que puede considerarse como susceptible de ser el objeto mismo de un hábito virtuoso: la justicia.
El Derecho, bajo esta perspectiva, se nos presenta como la gran experiencia de la satisfacción de la deuda o, dicho de otra forma, como la experiencia del cumplimiento de lo debido, como la experiencia del pago, del solvere…
Por todo lo anterior, resulta, entonces, que el Derecho es algo valioso y sustantivo así como un bien concreto y, por tanto, una noción «primera» respecto de la justicia, la cual sigue al derecho y no éste a ella. Dicho lo anterior de otra forma, la justicia consiste, propiamente, en un «estar en el derecho» ─ius-stare=iustitia─ y, por consecuencia, es una noción segunda respecto del Derecho, que viene a ser la noción primera.
Redundando: “Para entender bien la justicia hay que tener presente el siguiente principio fundamental: la justicia sigue al derecho. No puede haber un acto de justicia allí donde no haya un título sobre una cosa, allí donde la cosa no sea ─en virtud de un título─ algo debido, un derecho. La justicia es la virtud de cumplir y respetar el derecho, no la virtud de crearlo.”
Ejemplifico lo anterior para que me entiendan: imaginemos que en este preciso instante los que estamos reunidos aquí vamos a crear un juego ¿Cómo lo creamos? O mejor dicho ¿Qué hacemos primero? Pues evidentemente definimos las bases de dicho juego, es decir, nos ponemos de acuerdo, o mejor dicho, “convenimos” sobre la materia de dicho juego. En segundo lugar, definimos ciertas reglas para ese nuevo juego que estamos creando. Seguramente después de haber definido tales reglas, pondremos en ejecución al nuevo juego creado y, seguramente también, durante el desarrollo de tal actividad surgirán conflictos que habrán de ser solucionados. ¿Cómo hacemos esto? ¿Acaso buscamos la respuesta en la estimación de un valor que sentimos? ¿Atendemos a una verdad ideal que anhela ser algún día descubierta? ¿O procedemos de forma más humilde y simplemente nos atenemos a las reglas que previamente hemos establecido? Naturalmente que hacemos lo último, y, en el caso extremo de que la solución no esté dada en las reglas previamente dadas, sencillamente establecemos una excepción o ya creamos una nueva regla.
En suma, en caso de una disputa ajusticiamos aplicando el derecho que previamente hemos establecido pues, como hemos sostenido, el Derecho es un acto primero respecto del segundo que es la justicia.
En efecto, “El derecho ─lo mismo si lo entendemos como ley, que si lo concebimos como la cosa justa─ no tiene su origen en la virtud de la justicia, ni ésta es anterior o superior a él. La virtud de la justicia presupone el derecho; en este sentido es siempre algo posterior al derecho. Todo acto de justicia presupone un derecho constituido con anterioridad; por eso es un acto segundo. El acto primero, el que instituye el derecho no es un acto de virtud, sino un acto de dominio. Este acto de dominio puede estar regulado, sin duda, por virtudes, concretamente por la virtud de la prudencia; pero pueden incluso faltar esas virtudes (un acto de venta, v. gr., puede ser imprudente), sin que por ello quede afectada la validez del acto de dominio. La constitución del derecho es, de suyo, un acto de poder, no un acto de virtud. Una vez constituido el derecho es cuando opera la justicia, dando a cada uno su derecho.
En conclusión, estudiada así la relación entre Derecho y justicia podemos decir que la justicia, concebida como virtud, es definida en su forma más conocida como «constant et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi», es decir, “la perpetua y constante voluntad de dar a cada quien lo que por derecho le corresponde”, o bien, como la define la filosofía moral: el hábito o virtud de una acción recta en su objeto y, más exactamente, como el hábito de la acción justa o dirigida hacia lo justo.
Pero ¿qué es lo justo?
Lo justo, como decía Aristóteles, es ante todo una relación u orden conforme a cierta medida, más exactamente, es una relación conforme a una medida de igualdad, usualmente constituida como aritmética, aunque frecuentemente presentada también como medida de igualdad geométrica o proporcionalmente desigual.
La medida de igualdad de lo justo varía dependiendo de si se trata de relaciones entre iguales, o bien, entre desiguales.
Tratándose de relaciones entre iguales la medida del justo correctivo se caracteriza por ser estrictamente igualitaria. Dicha medida igualitaria puede configurarse como una «igualdad de identidad», o bien como una «igualdad de equivalencia». En ambos casos se trata de una medida igualitaria estricta entre «cosas».
Tratándose de relaciones entre desiguales la medida de lo justo distributivo se caracteriza por ser una medida de «igualdad proporcional» cuya atención recae especialmente sobre las personas para exigir trato igual a los iguales y proporcionalmente desigual a los desiguales.
En resumen, lo justo es una medida que se puede traducir en una relación de igualdad entre dos o más sujetos respecto de una o varias cosas, pudiendo dicha relación ser de igualdad aritmética (cuando se refiere a cosas) o geométrica (cuando se refiere a personas). Lo anterior en las más exactas palabras de Santo Tomás de Aquino: lo justo o el derecho es “[…] cierta igualdad de proporción entre una cosa externa y una persona extraña.”
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Con todo lo anteriormente dicho sobre la justicia y lo justo podemos ahora intentar una noción sobre el Derecho a partir, precisamente, desde la perspectiva de la experiencia del orden justo, la cual es la más esencial de todas las experiencias jurídicas. En fin, el Derecho, desde la experiencia reseñada, se nos presenta como “[…] un orden, o sea, como una relación conforme a una medida proporcional de igualdad entre una cosa externa y una persona extraña, caracterizada por una obligatoriedad necesaria, fundada en la convención o en la naturaleza de las cosas y cuya determinación debe hacerse, caso por caso, a través de la prudencia jurídica.”
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Pues bien, teniendo ya una noción sobre lo que es el Derecho, podemos ahora inquirir sobre el Derecho habido en México en los últimos doscientos años.
Para tal tenemos que rememorar ciertos hechos de nuestra historia nacional, partiendo de la coyuntura favorable que se le presentó a la Nueva España en el año de 1808.
En efecto, como todos sabemos, la Revolución Francesa provocó una situación crítica en Europa y en ese momento, con una España en bancarrota, moría Carlos III sucediéndolo su débil hijo Carlos IV. Su falta de experiencia lo condujo a deshacerse del hábil Conde de Aranda, ministro de su padre, para elevar a la primera magistratura a Manuel Godoy, hombre capaz pero que despertó el terrible rumor de que la razón de su ascenso era el ser amante de la reina.
Aranda simpatizaba con algunos principios de la Revolución Francesa y pensaba que España no debía entrometerse, opinión que Carlos IV no compartía. Por ello, a la ejecución de Luis XVI, el rey Carlos IV emprendió la guerra contra la Francia revolucionaria, siendo derrotado. Godoy promovió entonces una alianza con la República Francesa y después con Napoleón, lo que produjo el descontento de la Gran Bretaña, que dirigía las coaliciones de monarcas europeos contra Francia, y, por ello, se convirtió en enemiga de España.
Por esta razón, en la batalla de Trafalgar el poderío marítimo británico le asestó un duro golpe a España al deshacer, prácticamente, su flota.
Seguido de lo anterior, una España sumamente debilitada tenía que cumplir con las exigencias económicas que le imponía Napoleón, el cual, convertido ya en emperador, aumentó sus exigencias hacia España y le solicitaba 100 millones de reales anuales, por lo que Carlos IV, a efecto de cumplir con tal carga decretó la Convalidación de Vales Reales de la Nueva España y negoció un préstamo con la Casa Vanlemberghe y Ouvrard de París.
El malestar comenzó a extenderse en contra de la política de Carlos IV y de su minstro Godoy. En 1807 fue descubierto el plan de Fernando, hijo de Carlos IV, para derrocarlo. Los encusados en el proceso fueron absueltos por falta de pruebas y desterrados de la Corte y el príncipe heredero obtuvo el perdón real.
En 1808 Godoy consideró que la situación era insostenible. Carlos IV no tenía apoyo dentro de la península y la invasión de Francia era inminente, por tanto, el ministro aconsejó a los monarcas a que se trasladaran a la Nueva España o que mudaran su corte a un lugar menos hostil. Fernando y sus adictos aprovecharon ese hecho para instigar un motín que obligó a Carlos IV a abdicar.
Así entonces, Fernando VII subió al trono por aclamación popular, sin el refrendo de las Cortes del reino.
Poco después intervino Napoleón, quien desde 1806 planeaba invadir España.
En efecto, Napoleón, para entonces dueño de media Europa, pidió permiso al monarca español, Fernando VII, para que sus ejércitos cruzaran la península para someter a Portugal, de manera que pudo aprovechar la situación para extenderse a España y obligó a padre e hijo (Carlos IV y Fernando VII) a ir a Bayona. En ese lugar, los dos abdicaron la Corona, que Napoleón entregó a su hermano José Bonaparte.
Burócratas y militares acataron la imposición napoléonica, pero el pueblo español inició una feroz resistencia y formó juntas regionales para organizar la defensa. Las juntas lograron consolidarse en una Suprema que, después de reconocer la igualdad de los reinos americanos, nombró una regencia que decidió convocar a Cortes para discutir como se gobernaría el imperio en ausencia de Fernando VII.
La convocatoria para elección de diputados de 1809 incluía por primera vez a las colonias de América, con lo que en la reunión de las Cortes en la isla de León, frente a Cádiz, los americanos participaban en la política imperial. Las elecciones para elegir representantes a Cortes aumentaron la efervescencia provocada por los eventos de 1808. Los 17 diputados novohispanos participaron activamente en la nueva revolución en el gobierno, estrenándose en la política.
Lo anterior fue lo que sucedió en España, pero ¿Cómo reaccionó la Nueva España ante tales eventos?
En junio y julio de 1808 llegaron a la capital del virreinato las noticias de los sucesos de España, que se convirtieron en tema de las tertulias y reuniones. Se discutía el significado que tenía para la Nueva España la desaparición de la Corona y el ascenso de un rey “ilegítimo”. Se perfilaron tres posiciones:
a) La del alcalde del Crimen o Ayuntamiento, Villaurrutia, quien sostenía que la soberanía había revertido al pueblo y, por ende, había que convocar a una Junta de todo el Reino, semejantes a las formadas en la península;
b) La del Real Acuerdo que sostenía que la Nueva España debia mantener su dependencia del gobierno instalado en la metrópoli, y
c) La del Cabildo, que sugería conectar la autoridad del Virrey y los organismos superiores con la soberanía.
El virrey Iturrigaray favoreció la posición del Ayuntamiento y convocó a las provincias a nombrar representantes para una junta del reino que decidiera la forma en que se gobernaría en ausencia de su legítimo rey. Sin embargo, esto se vio frustrado por una conspiración de españoles encabezada por Gabriel de Yermo, quienes el 15 de septiembre de 1808 tomaron prisioneros al virrey, a su familia y a los principales líderes del Ayuntamiento.
El golpe perpetrado por los españoles se consumó con el nombramiento de Don Pedro de Garibay como virrey interino.
Debemos resaltar que los criollos habían intentado la autonomía por vía del derecho y que fueron los peninsulares los que les mostraron la vía de la violencia. Por ello, los criollos radicalizaron su actitud.
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Mientras todo esto sucedía en la Nueva España, en España con el levantamiento propiamente del pueblo en contra del emperador, ésta se encontró sin dirección y, por ello, tuvo que crear sus propios órganos rectores conformándolos con miembros de las clases ilustradas, quienes inesperadamente se hallaron en el poder, con lo que las reformas políticas por ellos anheladas se llevarían a efecto con la inevitable revolución política.
El levantamiento en contra de Napoleón en un principio se produjo de manera local. Así, cada provincia le declaró la guerra al invasor y las juntas locales, subordinadas a las provinciales, se encargaron de llevar a cabo la lucha armada. De hecho, de la junta de Murcia partió la idea de formar un gobierno central, representativo de todas las provincias y reinos, la cual emitiría las órdenes y pragmáticas en nombre de Fernando VII.
Así entonces, se creó una junta central integrada por los representantes de las 25 provincias el 25 de septiembre de 1808 en Aranjuez, y se denominó Junta Suprema Gubernamental del Reino. Como presidente se nombró al Conde de Floridablanca. Esta junta fue la depositaria de la soberanía en ausencia del monarca.
Posteriormente, los reformistas que ya detentaban el poder, propusieron el asunto del llamamiento a Cortes a efecto de elaborar una carta fundamental. El 22 de mayo de 1809 se expidió el respectivo decreto de convocatoria.
Por diversas situaciones, fue hasta agosto de 1811 que comenzó a discutirse la Constitución, terminando hasta marzo de 1812. La Constitución de Cádiz fue promulgada el 19 de Marzo de 1812; esta Constitución está dividida en 10 títulos y 384 artículos; enuncia como principios fundamentales los siguientes:
- La nación española está compuesta por los españoles de ambos hemisferios
- La nación es libre e independiente y no puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona
- La soberanía reside esencialmente en la nación y a ésta pertenece el derecho a establecer sus leyes fundamentales
- La religión es y será la católica, y se prohibe el ejercicio de ninguna otra
- La nación está obligada a proteger mediante leyes la libertad civil, la propiedad y los derechos legítimos de los individuos que la componen
- La felicidad de la nación es el objeto del gobierno
- Los poderes del Estado son tres: el Legislativo, en las Cortes con el Rey; el Ejecutivo, el rey, y el Judicial, con los Tribunales de Justicia
- La forma de gobierno es la de una monarquía moderada y hereditaria
A principios de 1814, una vez expulsados los franceses de España, Fernando VII rechazó el régimen de Cádiz y mediante un golpe de Estado reinstauró el antiguo régimen absoluto hasta 1820, con lo que sólo por dos años estuvo vigente la Constitución de Cádiz (el bienio liberal).
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Del otro lado del mundo, es decir, en la otrora Nueva España, la élite novohispana sintió gran frustración ante el hecho de que su intento legal de organización, “mientras se carecía de un rey legítimo”, hubiera fracasado por un acto violento de los peninsulares; por ende, se convencieron de que también ellos debían abandonar los caminos pacíficos.
El arzobispo Francisco Xavier Lizana sustituyó como virrey a Don Pedro de Garibay a mediados de 1809. Durante su gestión se descubrió la primera conspiración criolla, organizada en Valladolid por José María Obeso y José Mariano Michelena, con quienes el arzobispo virrey mostró lenidad (blandura) para no causar inquietudes. Sin embargo, el capitán Ignacio Allende trasladó la conspiración a San Miguel el Grande y a Querétaro.
El corregidor, Don Miguel Dominguez, y su esposa, Doña Josefa Ortiz, organizaban “tertulias literarias” que reunían a oficiales como al mismo Allende y Juan Aldama, los curas José María Sanchez y Miguel Hidalgo y unas docenas de individuos. Don Miguel, cura de Dolores, destacaba por ser hombre ilustrado, exrector del colegio de San Nicolás de Valladolid y promotor del mejoramiento económico de la región.
Como todos sabemos, Don Miguel Hidalgo, Ignacio Allende y Juan Aldama se reunían regularmente, con proyectos similares a los del ayuntamiento de 1808. Hidalgo y Allende habían adoptado un plan concebido en México de integrar una junta compuesta por representantes de los diversos cuerpos bajo la dirección de la clase media a través de los Cabildos. Planeaban iniciar una insurrección en el mes de diciembre de 1810, para aprovechar la afluencia que asistiría a la feria de San Juan de los Lagos.
Sin embargo, la conspiración fue descubierta y el intendente de Guanajuato, José Antonio de Riaño, ordenó hacer detenciones. Doña Josefa pudo avisar a Aldama y a Allende, quienes marcharon a Dolores el 15 de Septiembre de 1810 para avisarle a Hidalgo. Los tres calcularon las alternativas y decidieron lanzarse a la insurrección. Don Miguel aprovechó que era domingo, y en vez de misa, incitó a sus feligreses a emprender la lucha contra el mal gobierno. La respuesta fue inmediata y campesinos, peones, artesanos y mayordomos aprestaron hondas, palos, instrumentos de labranza y armas, cuando las tenían.
De Dolores, Hidalgo y el ejército insurgente se dirigieron a Atotonilco, de alli a Celaya y a Guanajuato, lugar donde tomaron la alhóndiga. Luego entraron a Valladolid y desde allí se dirigieron a la capital. Allende intentó inútilmente introducir cierto orden y disciplina militar, aunque sin éxito. En el Monte de las Cruces, las tropas españolas se retiraron a la Ciudad de México, a esperar el asalto final. Por razones de diversa índole, Hidalgo decidió no atacarla y regresó a Celaya para organizarse. De allí, Allende partió hacia Guanajuato e Hidalgo a Valladolid. En diciembre, Hidalgo se trasladó a Guadalajara donde fue bien recibido y se hizo llamar, a más de Generalisimo, “Alteza Serenísima”.
Como Calleja y De la Cruz se preparaban para sitiar Guadalajara, Allende, quien llegó derrotado, se apresuró a organizar al ejército, aunque convencido de la imposibilidad de enfrentar a los realistas.
Allende mostró tener razón cuando los cinco mil soldados disciplinados de Calleja derrotaron a los 90 mil insurgentes el 17 de enero, en Puente Calderón.
El desastre apenas permitió que los jefes insurgentes lograran huir y marchar hacia el noreste. Durante la marcha, en la hacienda de Pabellón le arrebataron el mando a don Miguel y se lo transfirieron a Allende.
En Saltillo se decidió que Ignacio López Rayón quedara al frente de la lucha, mientras el resto partía a Estados Unidos, pero traicionados, fueron aprehendidos en Acatita de Baján y conducidos a Chihuahua, para ser juzgados. Condenados a muerte, a seis meses del inicio de la lucha, fueron fusilados.
Hidalgo, que tenía que ser degradado, fue el último en caer el día 30 de Julio de 1811.
Para servir de advertencia, las cabezas de Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez fueron colocadas en jaulas y exhibidas en las esquinas de la Alhóndiga de Granaditas.
Pero, ¿Qué es lo que buscaban estos primeros insurrectos? Pues bien, Hidalgo buscaba un congreso integrado por representantes de los ayuntamientos que guardara la soberanía para Fernando VII; es decir, no buscaba la independencia de México; Allende, por su parte, se esforzaba por ordenar el levantamiento armado bajo las órdenes de militares criollos.
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Pues bien, continuando, podemos señalar que la derrota de la primera insurgencia no significó su fin. El desorden y las incidencias bélicas habían cundido por todo el territorio.
Ignacio López Rayon instaló en Zitacuaro la Suprema Junta Gubernativa de América en agosto de 1811. Dicha junta influyó para que un núcleo de la primera insurgencia permaneciera unido.
En el sur, había emergido un gran líder: José María Morelos y Pavón. Morelos había sido arriero, lo que lo había familiarizado con los caminos y la gente del pueblo, conocimiento que le seria muy útil para su nuevo desempeño. A diferencia de Hidalgo, tenía intuición militar y logró reunir un ejército menos numeroso pero disciplinado y entrenado. Contó, además, con dos colaboradores inapreciables: el cura Mariano Matamoros y el hacendado Hermenegildo Galeana, amén de buenos oficiales como el ilustre científico Manuel Mier y Terán, Guadalupe Victoria, Nicolás Bravo y Vicente Guerrero.
José María Morelos y Pavón, en 1811, tomó Chilpancingo y Tixtla, en diciembre Cuautla, que dos meses más tarde sufrió el sitio de Calleja durante tres meses, hasta la evacuación de la ciudad.
Por su parte, Ignacio López Rayon había sido desafortunado militarmente y había perdido lideraje, pues mientras la lucha se radicalizaba, el insistía en que la soberanía residía en el rey y no dimanaba del pueblo. Este principio iba en contra de la convicción difundida por las revoluciones de Estados Unidos y la Francesa. La misma Constitución de Cádiz afirmaba que la soberanía residía en la nación. Cuando Morelos conoció el proyecto de Constitución de Rayón, rechazó mantener, por estrategia, la adhesión a Fernando VII; opinó que era tiempo de que se le quitara la máscara a la Independencia.
Morelos, quien tenía otras diferencias con Rayón, decidió reunir un Congreso sin tomarlo en cuenta. Lanzó su convocatoria para que los pueblos eligieran, hasta donde el estado de guerra lo permitiera, a los diputados. Sólo dos fueron elegidos popularmente. Otros seis fueron nombrados para representar a la “parte oprimida de la nación”. Entre ellos estuvieron los vocales de la Junta de Zitácuaro, incluyendo a Rayón. La inaguración del Congreso de Anáhuac tuvo lugar el 14 de septiembre de 1813 en Chilpancingo, ante el cual Morelos presentó su sentido discurso “Sentimientos de la Nación” que resumía su ideario político.
El día 6 de noviembre de 1813 el Congreso de Anáhuac proclamó el Acta solemne de la Independencia de la América Septentrional, estableció la república y se dedicó a la elaboración de la primera Constitución Mexicana o Decreto Constitucional para la libertad de la América Mexicana, conocida también como Constitución de Apatzingan, pues se promulgó en ese lugar el 22 de octubre de 1814. Esta Constitución careció de vigencia práctica, pero fueron designados los titulares de los poderes por ella constituidos.
La Constitución de Apatzingan de 1814 se conformó de 22 capítulos integrados por 242 artículos; estableció entre otros puntos:
- La única religión es y será la católica, apostólica y romana
- La soberanía es la facultad de dictar las leyes y de establecer el gobierno que más convenga a los intereses de la sociedad
- La soberanía es imprescriptible, inenajenable e indivisible
- Los ciudadanos tienen el derecho incontestable de establecer la forma de gobierno que más les convenga, alterarlo, modificarlo y abolirlo totalmente
- Se reputan ciudadanos de América todos los nacidos en ella, así como los extranjeros que no se opongan a la libertad de la nación y profesen la religión católica, apostólica y romana
- La ley es la expresión de la voluntad general en orden a la felicidad común y debe ser igual para todos
Un año más tarde, el 15 de noviembre de 1815, Morelos fue capturado y posteriormente juzgado y fusilado. Días después Mier y Terán disolvió lo que quedaba de los tres poderes. Con esto la insurgencia casi desapareció.
En septiembre de 1816 Juan Ruiz de Apodaca sustituyó a Calleja e inició una nueva campaña militar contra los restos de la insurgencia que estaba al mando de Osorno y Guadalupe Victoria, en Veracruz, y en el sur con Vicente Guerrero a la cabeza de las guerrillas.
En 1820 se inició en España la rebelión liberal que llevaría a Fernando VII a jurar la Constitución de Cádiz con las consecuencias propias del nuevo régimen liberal. Apodaca y la Real Audiencia se vieron obligados a su vez a jurar la Constitución. El clero no se encontraba en buena posición por el anticlericalismo reinante en las cortes.
En noviembre de ese año, Agustín de Iturbide fue nombrado jefe del ejército que debía atacar a Vicente Guerrero. Sin embargo, después de atraerse el apoyo de los principales jefes del ejército, promulgó el Plan de Iguala el 24 de febrero de 1821, jurado en el pueblo de Iguala el 2 de marzo de ese año, donde proclamó la independencia y mantuvo la monarquía. Será éste el primer plan políticamente aceptable.
La clave para lograr la independencia fue la unión propuesta por Agustín de Iturbide en un plan que garantizaba al español que no sería expulsado, perseguido, objeto de expoliaciones, venganzas o crímenes; es decir, Iturbide garantizó en el Plan el fin de la guerra a muerte, total.
En el Plan de Iguala se declararon, en 23 o 24 puntos, según la versión, las resoluciones siguientes:
- La religión de la Nueva España es y será la católica, apostólica y romana
- La independencia absoluta de la Nueva España
- El gobierno será monárquico, templado por una Constitución
- Fernando VII será el emperador y si no se presenta personalmente en México dentro del término que las Cortes señalaren, serán llamados a prestar juramento el Infante D. Carlos, el Sr. D. Francisco de Paula, el archiduque Carlos u otro de la Casa Reinante que el Congreso estime coveniente
- Mientras se reúnen las Cortes habrá una junta Gubernativa que hará cumplir el Plan de Iguala. La junta gobernará en nombre del rey y si éste resuelve no venir a México, la Junta seguirá en funciones hasta que resuelva quien debe coronarse.
- El gobierno será sostenido por el ejército de las tres garantías
El Plan de Iguala fue apoyado por sectores liberales, oficiales del ejército, comerciantes, clero y nobleza tanto criolla como peninsular, por lo que hoy ya no puede sostenerse la afirmación de que el proyecto de Iguala y la consumación de la Independencia obedecieron a un movimiento contrarrevolucionario o reaccionario.”
Por lo pronto, una junta de Regencia ocupó el poder. Los criollos se unificaron en torno del Plan de Iguala. En poco tiempo el ejército de Iturbide ocupó las principales ciudades. Mientras tanto las cortes expedicionarias destituyeron a Apodaca y en su lugar quedó Francisco Novella.
Tiempo después, el 3 de Agosto desembarcó en Veracruz Juan O’Donojú, nuevo jefe político superior de la Nueva España, quien al ver el estado de la revolución entró en tratos con Iturbide, en Córdoba. El 24 de Agosto de 1821 firmaron los Tratados de Córdoba, en los que se llegó a los acuerdos siguientes:
- Se reconoce la independencia de México, llamado en lo sucesivo Imperio Mexicano
- El gobierno del imperio será monárquico y constitucional
- Será llamado a reinar en el Imperio, en primer lugar, al rey de España Fernando VII; por su renuncia o no admisión, su hermano el infante Don Carlos; por su renuncia o no admisión, el infante Don Francisco de Paula; por su renuncia o no admisión, el que las Cortes del imperio estimen conveniente
- La capital del Imperio Mexicano será la Ciudad Mexicana
- Se integraría una Junta Provisional Gubernativa compuesta por los primeros hombres del Imperio, que deberá manifestar públicamente su instalación, nombrar una Regencia de tres personas en quien residirá el Poder Ejecutivo en nombre del monarca hasta que éste sea emperador.
- La Regencia convocará a Cortes, en las que reside el Poder Legislativo
- Y la junta provisional gubernativa gobernará interinamente conforme a las leyes vigentes en todo lo que no se opongan al Plan de Iguala y mientras las Cortes formen la Constitución del Estado Mexicano.
Posterior a la firma de dicho tratado, se estableció un armisticio con el general Novella y las tropas expedicionarias, luego de rendirse, iniciaron su retorno a España.
Así, la independencia quedó consumada el día 27 de septiembre de 1821 con la entrada a la capital del ejército de las Tres Garantías al mando de Iturbide.
De acuerdo con lo establecido en el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba, se instaló la Junta Provisional Gubernativa el 28 de Septiembre de 1821 que eligió como Presidente a Agustín Cosme Damián de Iturbide y Aramburú. En esa fecha se levantó el Acta de la Independencia Mexicana y se designó a los cinco integrantes de la Regencia, que a su vez eligieron a Iturbide como su presidente, lo que obligó a la Junta a elegir a uno nuevo para evitar incompatibilidades.
En el acta de independencia Mexicana se declaró que México es una nación soberana e independiente de España, con quien en lo sucesivo se mantendría otra unión que la de una amistad estrecha en los términos que prescriben los tratados. La nación mexicana habría de constituirse conforme a las bases que se establecieron en el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba.
En resumen, en 1821 se constituyó la Junta Provisional Gubernativa, la cual recibió en su seno a las diversas posturas políticas del momento. La Junta se denominaba a sí misma soberana y debía convocar al primer Congreso nacional, el cual quedó instalado el día 22 de febrero de 1822.
El día 24 de febrero de 1822 se promulgaron las Bases Constitucionales aceptadas por el primer Congreso Constituyente. En las Bases Constitucionales se establecía que en el Congreso legítimamente constituido residía la soberanía nacional y en consecuencia se declaraba que la religión católica, apostólica y romana sería la única del Estado, con exclusión de cualquier otra. Se adoptaba por el gobierno la monarquía moderada constitucional con la denominación de Imperio Mexicano y se llamó al trono a las personas designadas en los Tratados de Córdoba; además, se declaró la igualdad de derechos civiles para todos los habitantes del Imperio.
Los Tratados de Córdoba fueron sometidos a las Cortes en España, que en sesión el 13 de febrero de 1822 decidió no reconocer y tenerlos por nulos de origen, ya que el jefe político superior que firmó los Tratados no había sido facultado previamente para ello por las Cortes. El 27 de Marzo de ese año, una vez conocido el rechazo de España, Iturbide envió un cuestionario a las autoridades de villas y ciudades en el país, a efecto de conocer la opinión sobre el sistema de gobierno deseado, la Regencia, el número del ejército, la Milicia Nacional, clero secular y regular, etcétera.
El día 18 de mayo de 1822, por impulsos del sargento Pio Marcha, el regimiento de Celaya se levantó en armas y presionó al congreso para que éste proclamara a Agustín Cosme Damián De Iturbide y Aramburú como emperador. Los diputados del congreso, mayoritariamente republicanos y que no tenían buenas relaciones con Iturbide, ante la presión militar no tuvieron más salida que proclamar el Imperio y a Iturbide como soberano y, como es de suponerse, las relaciones entre los miembros del Congreso y el emperador empeoraron por lo que, en la madrugada del 31 de octubre de 1822, Iturbide disolvió al congreso y procedió a nombrar una Junta Nacional Instituyente.
En diciembre de ese mismo año se levantó en armas Antonio López de Santa Ana, y por enero se le unieron los viejos insurgentes Nicolás Bravo y el mismísimo Vicente Guerrero. El 1º de Febrero de 1823 se firmó y emitió el Plan de Casa Mata por el que se pedía la reinstalación del Congreso constituyente y la convocatoria a uno nuevo en virtud de que el primero estaba limitado por el Plan de Igual y los Tratados de Córdoba (principalmente en lo referente a la forma de gobierno: monarquía-constitucional), sin desconocer, irónicamente, al emperador en dicho plan.
El emperador accedió a reinstalar dicho Congreso, el cual ─ya en funciones─ se manifestó contrario a Iturbide y anuló todo lo actuado desde la proclamación del Imperio en virtud de que todo ello era producto de un ilegitimo acto de fuerza.
Así, una vez que Iturbide abandonó el cargo, el Congreso encargó el Poder Ejecutivo a un triunvirato integrado por Nicolás Bravo, Guadalupe Victoria y Pedro Celestino Negrete; éstos, en ejercicio de las funciones de las cuales habían sido investidos, resolvieron convocar a un segundo Congreso Constituyente totalmente desligado del Plan Iguala y de los Tratados de Córdoba.
El segundo Congreso quedó instalado el 7 de noviembre de 1823.
Este segundo congreso promulgó en fecha 31 de Enero de 1824 el documento titulado como “Acta Constitutiva de la Federación Mexicana”. Este documento estaba integrado por 36 artículos y estableció como forma de gobierno la de república representativa popular federal, con estados independientes, libres y soberanos. De igual forma, estableció que el poder supremo de la federación para su ejercicio se dividiría en Ejecutivo, Legislativo y Judicial, pero no podrían reunirse dos o más de estos poderes ni depositarse el Legislativo en un solo individuo. Cabe señalar que la gran ausente del Acta Constitutiva fue una declaración de Derechos Humanos.
El análisis del proyecto de Constitución comenzó en el congreso constituyente el día 1º de Abril de 1824. El texto fue aprobado finalmente el día 3 de octubre del mismo año, promulgado el día 4 y publicado el día 5 con el nombre de Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos.
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Con este texto constitucional inauguró nuestro país su vida independiente.
A este texto siguieron las Bases Constitucionales del 23 de Octubre de 1835; las Siete Leyes Constitucionales del 30 de Diciembre de 1836; las Bases de Organización Política de la República Mexicana del 12 de Junio de 1843; la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos del 5 de febrero de 1857, y la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos que reforma a la de 5 de febrero de 1857.
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Ya como Estado independiente uno puede preguntarse conforme a qué Derecho ese naciente Estado resolvía las disputas nacidas de la conflictiva social; contrario a lo que pudiera imaginarse, el Estado Mexicano, en buena medida debido a los constantes conflictos habidos, primero, entre monárquicos y republicanos, luego entre federalistas y centralistas y, por último, entre liberales y conservadores, tuvo que aplicar el Derecho Castellano, especialmente la ley de las Siete Partidas y las Ordenanzas de Bilbao.
Por tanto, es posible afirmar que, desde el punto de vista estrictamente jurídico, el Estado Mexicano no se independizó del Reino Español, pues, propiamente, tal independencia la logró hasta el año de 1870 en que operó la sustitución de la legislación española por el Código Civil del Distrito Federal y Territorio de la Baja California.
Ahora bien, la sustitución de ordenamientos debía llevarse a cabo por tres razones fundamentales:
- El derecho vigente en México en el momento de la independencia era el castellano-indiano y había sido dictado por el rey
- Buena parte de ese derecho ya no correspondía a las ideas de un gran número de mexicanos debido a que la realidad se había ido modificando a ritmo acelerado.
Como mencionamos, este proceso de sustitución comenzó inmediatamente con la independencia pero adquirió su perfil definitivo con la expedición del Código Civil para el Distrito y Territorios Federales de 1870.
Por lo anterior, debo darles un breve panorama de cómo fue desarrollándose la codificación en el México recién independizado.
Así, tenemos que el primer Código Civil que apareció no sólo en nuestra patria, sino en toda Iberoamérica, fue el Código Civil de Oaxaca promulgado entre 1827 y 1828. A este código le siguieron el zacatecano de 1829 y el de Jalisco, cuya primera parte fue publicada en 1833.
Posteriormente, y debido a que México se convirtió en un Estado Central, las entidades federativas desaparecieron y la producción normativa quedó en manos del poder federal.
Durante el centralismo la codificación fue casi nula, pues sólo se expidió un Código, el Código de Comercio o Código Lares. Sin embargo, debemos destacar que, por el contrario, la producción normativa en la materia administrativa, merced a don Teodosio Lares, fue amplia.
Reinstaurado el federalismo y en gobierno de Juárez, éste en 1860 encomendó a don Justo Sierra un proyecto de Código Civil, el cual fue íntegramente adoptado por Veracruz en 1861.
Por su parte, el gobierno federal comisionó a José M. Lacunza, Pedro Escudero, Fernando Ramírez y Luis Méndez para que revisaran el proyecto de Justo Sierra pero dicho trabajo fue suspendido por la intervención francesa.
Curiosamente Maximiliano pidió a esos mismos juristas que continuasen esa labor, quienes accedieron dada su filiación conservadora. De los cuatro libros que constaba el citado proyecto, los dos primeros fueron promulgados el 6 y 20 de julio de 1866, respectivamente; el tercero estaba listo para ser impreso y al cuarto le faltaba la corrección de estilo, cuando cayó la capital en poder de las fuerzas republicanas.
El gobierno republicano pidió los documentos elaborados por la comisión revisora del proyecto Sierra y fueron entregados a una nueva comisión integrada por Mariano Yañez, José María Lafragua, Isidro Montiel y Duarte y Rafael Dondé. Esta comisión presentó el proyecto definitivo que habría de ser aprobado por el congreso el 8 de Diciembre de 1870.
A este código siguió el de 1884 y, finalmente, el Código Civil de 1928, que en 2000 fue dividido en dos códigos: uno para el Distrito Federal y otro para la Federación.
En lo que respecta a la codificación procesal, caben destacar las siguientes leyes: la Ley para el Arreglo de la Administración de Justicia de 1853, el Código de Procedimientos Civiles de 1872, al que siguieron el de 1880, el de 1884 y el de 1932.
En materia mercantil, destacan el Código Lares de 1854, el Código de Comercio de 1883 y, finalmente, el Código aún en vigor de 1889.
Finalmente, en materia penal, tenemos que el primer intento codificador se conoce como Plan General de Código Penal para el Estado de México de 1831. Sin embargo, dicho plan no llegó a cuajar y, por ello, no llegó a ser promulgado como código.
El primer código penal fue el del Estado de Veracruz de 1849.
Fue hasta 1871, por encargo de Juárez, que se elaboró el Código Penal para el Distrito Federal y Territorios de la Baja California sobre delitos del fuero común, y para toda la república sobre delitos contra la Federación.
A este código siguió el código de 15 de diciembre de 1929, actualmente en vigor.
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Ahora bien, debemos señalar que la codificación es la máxima expresión del Derecho racional y, quiérase o no, el puente involuntario que traza la conversión de dicho Derecho creado por la razón a un Derecho meramente positivo, formalista y voluntarista creado por el Estado. Es decir, el código viene a significar la llave que abre la oportunidad al Estado de hacerse de la producción normativa.
Por tanto, y en este punto, quiero exponer brevemente como sucedió la anterior perversión.
Así entonces, podemos afirmar, como señala Pampillo Baliño, que la concepción del Derecho sufrió un giro de ciento ochenta grados en la modernidad, pues ésta lo re-conceptualizó y le transpuso ciertas creencias fundamentales del pensamiento moderno: la idea «atropo-centrismo-individualista-y-subjetivista» de la modernidad.
Por virtud de esta adaptación (o transposición) el Derecho dejo de ser entendido como una relación «objetiva y material» arraigada en el «hecho jurídico» presente y preexistente en las cosas para convertirse en una «invención subjetiva y formal» reconducida por la «norma jurídica» que es creada «a posteriori» por el ser humano.
En efecto, en los comienzos romanos de la jurisprudencia occidental el Derecho era considerado ante todo como una «relación entre personas» referido a las «cosas», dotado de contenidos específicos y revestido de una «facticidad originaria»; es decir, para los romanos las normas y fórmulas eran, sencillamente, meras expresiones posteriores al Derecho, el cual se encontraba primigeniamente en las cosas (sed ex iure, quod est regulae fiat) .
Sin embargo, la re-conceptualización del Derecho por la modernidad vino a suponer un giro copernicano respecto de las concepciones Antiguas y Medievales; giro que supuso la transmutación de lo jurídico desde “el hecho” hasta “la norma”, así como la “redefinición” de la idea del derecho natural, que según las exactas palabras de Don Jaime del Arenal, abandonó su “concepción realista, flexible, humana, prudencial, tópica y virtuosa’, para convertirse en un ‘iusnaturalismo inflexible, ahistórico[sic], jerárquico respecto del Derecho Positivo, sistemático, geométrico, inhumano y normativista, que pronto condujo a un voluntarismo legalista’.”
Lo anterior trajo como consecuencia que, al paso de los tiempos, “[…] ‘los diversos derechos positivos históricos’, debían ajustarse ‘al único derecho natural de la razón’.”
Así, conforme fueron madurando y difundiéndose estas nuevas concepciones del «derecho natural racionalista», en esa medida éstas fueron encontrando general aceptación y formas siempre más acabadas hasta que a principios del siglo XVIII los grandes desarrolladores y sistemáticos de la antedicha corriente redefinen al Derecho en sus más característicos y conocidos perfiles como “[…] un ‘sistema racional de principios, universales e inmutables, ordenados según la jerarquía geométrica de una pirámide conceptual’.”
Esta concepción del Derecho implica, en su intimidad, una vocación a «positivarse», y esa vocación encuentra cause en las propias ideas «iluministas» del siglo XVIII donde se pusieron en movimiento grandes cantidades de energías y se hicieron muchos esfuerzos para lograr reconducir «a la ley según la razón». De aquí el poder afirmar ─como asevera Pampillo Baliño en palabras de Guido Fasso─ que “[…] junto al proceso‘encaminado a hacer positivo el Derecho natural nos encontramos con el inverso, tendente a hacer ‘natural’, es decir, absoluto, el Derecho positivo’.”
Esos esfuerzos y esos gastos de energía de los que hablamos se tradujeron, a través de un proceso de recogimiento ordenado y sistematizado, en una «codificación», la cual viene siendo la «positivización iluminista del derecho natural racionalista por parte del Estado».
Lo anterior trajo como evidente consecuencia que la ley se convirtiera en una especie de «eulogismo»; es decir, “[…] en un concepto que más allá de su significación real, genera naturales simpatías y provoca espontáneas adhesiones.” También convirtió a la ley decimonónica en el puente, involuntario si se quiere, entre el iusnaturalismo y el positivismo jurídico.
En efecto, merced a la positivización del Derecho natural o la naturalización ─absolutización─ del Derecho positivo, el Derecho ─a secas─ pasa de ser un «sistema racional de principios» a ser «un sistema de normas positivas», o sea, y en menos palabras: el Derecho inventado por la razón pasa a ser el Derecho sancionado por la «voluntad» del Estado.
De lo anterior resulta que tras la Codificación, que sanciona la ‘expropiación del Derecho por el Estado’, y la Exegesis que convierte a la ‘ley en eulogismo’, hace su aparición la ‘dogmática jurídica contemporánea’ que es precisamente la ‘dogmatica del positivismo jurídico’, misma que acabará por concebir al derecho precisamente como ‘un conjunto de normas jurídicas estatales, válidas por virtud de la observancia de un procedimiento de positivización preestablecido’.
El positivismo legalista que surgió por virtud de la naturalización de la ley (léase: el Derecho) dio paso, con el tiempo, al surgimiento de una auténtica aberración: una noción meramente formal de la ley y, por consecuencia de ello, del propio Derecho.
Durante la época de este positivismo legalista se caracteriza a la ley por su pura formalidad y, en su versión acabada, “[…] ‘el Derecho se agota en la ley’, […] ‘la ley no es sino una norma’ y […] la propia ‘norma es una mera forma lógica’, cuya juridicidad se agota en su forma misma, ‘la imputación’, sin consideración alguna de sus ‘contenidos’ que, según la sugestiva expresión de Kelsen, son de naturaleza ‘metajurídica’ [sic].”
Con esto último aparece el conocido «positivismo legalista formalista» y su dogmática, la cual reduce al Derecho a su mera forma legal; a la jurisdicción a una mera técnica aplicativa de la ley, y a la enseñanza del Derecho a una especie de «ciencia de la legislación» de muy dudoso estatuto epistemológico.
Y a pesar de todo lo anterior, el mayor daño que provocó el positivismo legalista formalista consistió (y consiste) en su misma «vacuidad»; es decir, en desproveer al Derecho de sus contenidos.
Esta tendencia a vaciar al derecho de sus contenidos (reduciendo a éstos a una mera condición meta-jurídica) produjo que el Derecho se tornara en un mero envoltorio, en un envoltorio de «cualquier querer» instrumentado a través de los procedimientos y cauces extrínsecos necesarios para su positivización (léase: procedimientos de creación de leyes).
Por lo anterior, la «sobrepujante» ley del Estado, fomentada por una «acrítica legolatría», condujo a un «Absolutismo Jurídico» en donde ésta (la ley), exquisito y preciado mecanismo en manos del poder, pasó a controlar todos los campos de la vida social y aún todas y cada una de las acciones del ser humano.
Este Absolutismo jurídico propició, a la postre, la degeneración del positivismo legalista, degeneración que dio muescas de ella en la aparición del fenómeno, inédito hasta ese momento, de las «leyes in-justas» o «leyes de contenido arbitrario», las cuales a pesar de ser in-jus-tas, se reputaban jurídicas.
Dada, pues, esta degeneración y las tropelías por ella ocasionadas así como las insatisfacciones crecientes que sintieron muchos de los mejores juristas de esta época (siglo XIX), aparecieron corrientes, tendencias, actitudes y escuelas, englobadas todas bajo el signo común del «antiformalismo».
Desafortunadamente, si bien dichas corrientes ‘antiformalistas’ o ‘naturalistas’ tuvieron el indudable mérito de reivindicar frente a la ‘vacuidad’ del formalismo jurídico, la exigencia de ciertos contenidos para el derecho, replanteando su irrenunciable factualidad[sic], erraron a la postre su intento, atribuyéndole contenidos sociales (sociologismo jurídico), económicos (marxismo, análisis económico del derecho), políticos (decisionismo, fascismo), étnicos (nacional-socialismo) y hasta psicológicos (realismo jurídico escandinavo), que difícilmente podían colmar el vacío jurídico creado por el formalismo.
En fin, el contubernio entre el naturalismo y el positivismo durante la primera mitad del siglo XX posibilitaron la mayor barbarie jurídica ocurrida hasta entonces pues permitieron la aparición de esos mamotretos llamados indiscriminadamente «leyes», pero que resultaron ser in-jus-tas.
Por lo anterior, después del segundo conflicto armado mundial aparecieron en el pizarrón de la filosofía posiciones que vitoreaban una nueva actitud «estimativa» y «axiológica», las cuales se replantaban el irrenunciable «contenido moral», «ético» o «valorativo» del Derecho, partiendo desde la perspectiva neokantiana de la filosofía culturalista de los valores unida con la neo-tomista.
Paralelamente a las anteriores posiciones o corrientes, puede observarse como, merced al auge del «positivismo lógico» y de la «filosofía analítica» pero sobre todo al engrandecimiento de la «filosofía hermenéutica», irrumpe en el ámbito de la filosofía del Derecho un creciente interés por la lógica y la argumentación jurídica.
En suma, en razón de la crisis gestada por el positivismo-legalista-formalista, crisis que mostró sus detestables consecuencias durante el Segundo conflicto bélico mundial y que hoy día es incapaz de dar una adecuada solución a la nueva problemática social, es posible concluir que la dogmática jurídica contemporánea se encuentra totalmente agotada.
Sin poder detenernos en los diferentes aspectos de esta gran crisis, y ya para cerrar esta exposición, podemos mencionar que ésta se trata, ante todo, de una crisis de la Ley del Estado; se trata de la imposibilidad por parte de la dogmática del positivismo legalista formalista de comprender al Derecho, fundamentar y estructurar a la jurisprudencia y reconducir los conflictos sociales de la nueva era. Sin embargo, debemos mencionar que a pesar de la magnitud de ésta gran crisis, aún no existe una dogmática alternativa que pueda cumplir con las asignaturas pendientes, por tanto, existe la inmensa tarea de dar forma a una «novísima dogmática jurídica» para lo cual será menester entender, sin ambages, la «encrucijada iusfilosófica actual del Derecho».