La idea de la Constitución en Ferdinand Lassalle

Este autor[1] ─en abril de 1892─ pronunció, ante el público berlinés, la conferencia que posteriormente sería una de sus obras escritas más conocidas: “¿Qué es una Constitución?” El título, bastante sutil, inmediatamente nos arrastra hacia los campos de la especulación y la interrogación, pero sobre todo a los de la reflexión. ¿Qué es en verdad una Constitución? Como lo anunciábamos, miles de páginas se han tirado y bastante tinta ha corrido tratando de dar una solución satisfactoria a tan simplona pregunta sin haber encontrado los constitucionalistas una respuesta placentera que los una y convenza a todos.

Lassalle, inquieto como sólo un hombre de su alcurnia y temperamentos lo era, se planteó tal pregunta y sus reflexiones tornaron en una tesis precursora del materialismo constitucional, lo que a la postre autores como Covián Andrade llamarían constitucionalismo científico.

Lassalle comienza su conferencia haciéndose estas preguntas: ¿Qué es una Constitución? ¿En qué consiste la verdadera esencia de una Constitución? Es decir, cuál es la esencia de toda Constitución y dónde reside ésta.

Probablemente para intentar dar respuesta a las preguntas planteadas, dice Lasalle, muchos estarían tentados a acudir a la Constituciones escritas y particulares de cada Estado. Las respuestas así obtenidas, sin embargo, adolecerían de parcialidad al ser concepciones limitadas a las especiales particularidades de cada Constitución concreta estadal, pues dichas respuestas sólo se concentrarían y concretarían a describir exteriormente minucias relativas a la formación de esas Constituciones omitiendo determinar, en sentido estricto, qué es, en esencia, una Constitución.

Lassalle desecha esa primera postura y estima que, antes de todo, primeramente debe determinarse dónde yace la verdadera esencia de una Constitución, pues sabida qué es la esencia se podrá revisar si una específica y concreta carta constitucional se acomoda o no a esas exigencias sustanciales.

Para inquirir sobre la esencia de toda Constitución, más correctamente, sobre la esencia de la Constitución de un Estado (en tanto especial categoría) es menester preguntar cuál es la diferencia entre una Constitución y una ley; es decir, en qué se distinguen unade la otra.

Afirma el autor en comento que hay similitudes entre ley y Constitución: una Constitución para regir necesita la promulgación legislativa; es decir, tiene que ser también ley[2], aunque no es una ley común, no una ley cualquiera, en suma, la Constitución no es una simple ley: es algo más, es una ley fundamental (según el autor esta sería la respuesta que la inmensa mayoría daría).

Pero, vuelve a inquirir Lassalle, ¿en qué se distingue una ley de una ley fundamental? La respuesta, como puede percibirse, es desplazada a determinar qué hace a una ley ser fundamental; cuáles son esas notas que justifican ese calificativo que le es asignado.

Lassalle considera que para que una ley sea fundamental es necesario que presente los tres elementos siguientes:

a) Que la ley fundamental sea una que ahonde más que las leyes corrientes, como ya su propio predicado de fundamental lo indica;

b) Que sea el verdadero fundamento de otras leyes; es decir, que pueda informar y engendrar las demás leyes ordinarias basadas en ella, y

c) Que sea una necesidad activa; es decir, una fuerza eficaz que hace, por ley de necesidad, que lo que sobre ella se funda sea así y no de otro modo.[3]

Así entonces y según el pensamiento de Ferdinand Lassalle, si la Constitución es una ley fundamental, luego, ésta es una fuerza activa que hace, por un imperio de «necesidad», que todas las demás normas de un Estado «sean lo que realmente son», de tal modo que, a partir de ese instante, no puedan promulgarse otras cualesquiera en ese Estado.

Ahora bien ¿es que existe en un Estado un algo o alguna fuerza activa e informadora que influya de tal modo en todas las leyes promulgadas en ese Estado que las obligue a ser necesariamente, hasta cierto punto, lo que son y como son, sin permitirles ser de otro modo? A esta pregunta Lassalle (p. 45) contesta: los factores reales de poder, los cuales consisten en “[…] la fuerza activa y eficaz que informa todas las leyes e instituciones jurídicas de la sociedad en cuestión, haciendo que no puedan ser, en sustancia, más que tal y como son.”

Lassalle aclara lo anterior con ejemplos plásticos bastante dramáticos:

Comienza el autor su ejemplo con un hecho evidente: en Prusia sólo tienen «fuerza de ley» los textos publicados en la Colección Legislativa[4] y dicha Colección Legislativa sólo es impresa en una tipografía concesionaria situada en Berlín. Los originales de las leyes son custodiados en los archivos del Estado y en otros archivos, bibliotecas y depósitos están guardadas las colecciones legislativas impresas.

Posteriormente, Lassalle invita a utilizar la imaginación y a suponer que ese archivo estatal, que esos archivos, bibliotecas y depósitos son consumidos por el fuego, es decir, destruidos por un gran incendio, equiparable a aquél producido en Hamburgo en 1842[5]. Si sólo esas colecciones tienen el texto auténtico de las leyes, luego, ¿si éstos desapareciesen, desaparecerían «todas las leyes» de un Estado?[6] ¿Podría el legislador, utilizando expresiones de Lassalle, limpio el solar, ponerse a trabajar a su antojo, hacer las leyes que mejor le pareciese, a su libre albedrío? ¿Podría el legislador prusiano, ante tal panorama, desaparecer en las nuevas leyes la monarquía? A esta última interrogante Lassalle contesta categórico: ¡No, porque el rey, quien tiene el poder efectivo ─real[7]─ sobre el ejército no permitiría que le impusiesen más prerrogativas ni posiciones que las que él quisiera! Por tanto, el rey es un pedazo de Constitución.

¿Podría el legislador prusiano, ante la ausencia total de leyes, desaparecer los privilegios de los que gozan los terratenientes de la nobleza; es decir, suprimir el privilegio de éstos de poder formar una Cámara Señorial que pueda sopesar y rechazar sistemáticamente todos aquellos acuerdos que son de alguna utilidad y que fueron tomados por la Cámara de Diputados, la cual fue electa por la nación entera? No, porque los grandes terratenientes de la nobleza prusiana ejercen gran influencia en el rey y en la corte, y esta influencia les permitiría sacar a la calle al ejército y los cañones para mantener sus privilegios y realizar sus fines propios como si este aparato estuviera directamente bajo su disposición. Por tanto, la aristocracia influyente es también un pedazo de Constitución.

Después de estos dos ejemplos, Lassalle pide que imaginemos la situación inversa: que fueran las clases privilegiadas las que atentaran contra las otras, verbi gratia, que el rey y la aristocracia se aliasen para restablecer (tomando en cuenta que no hay leyes porque éstas desaparecieron en el magno incendio imaginario) la organización medieval de los gremios, pero no circunscribiendo la medida al pequeño artesanado sino tal y como regía en la Edad Media; es decir, aplicada a toda la producción social, sin excluir a los grandes industriales ni a las fábricas ni la producción mecanizada. Este cambió en la forma de producción social implicaría que el gran capital no pudiera de forma alguna producir, ocasionando, en consecuencia, un retroceso en la manera de crear bienes y servicios ¿Podría dicha Constitución gremial persistir? Igualmente categórico Lasalle contesta ¡No, pues sucedería que los grandes fabricantes cerrarían sus fábricas y pondrían en la calle a todos sus obreros; el comercio y la industria se paralizarían; gran número de maestros artesanos se verían obligados a despedir a sus operarios y esta muchedumbre de hombres despedidos se verían arrojados a la calle pidiendo pan y trabajo! Por tanto, los grandes industriales son también un pedazo de Constitución.

Posteriormente Lassalle imagina un gobierno (rey y aristocracia) al que se le ocurriera implantar una de esas medidas excepcionales abiertamente lesivas para los intereses de los grandes banqueros ¿Qué sucedería? Sucedería que el Estado se vería sin la posibilidad de obtener una inmediata liquidez; la economía de dicho  Estado quedaría paralizada y éste quedaría sin intermediarios que le permitirían obtener grandes cantidades de dinero en un corto plazo. Por tanto, los banqueros son también un pedazo de Constitución.

Por otro lado, qué pasaría, pregunta Lassalle, si al gobierno (rey y aristocracia) se le ocurriera imponer una ley penal ─al estilo Chino─ que sancionase a los padres por lo que hicieran sus hijos ¿Podría tal ley prevalecer? ¿Sería aceptada dicha ley? No, contesta tajante aquél, tal ley no podría prevalecer pues contra ella se rebelaría la conciencia social del país; todos tendrían algo que objetar y, por tanto, la conciencia social, dentro de ciertos límites, también es un fragmento de Constitución.

Por último, Lassalle imagina un gobierno que ─en aras de proteger a la nobleza, banqueros y gran burguesía─ priva de sus libertades políticas a la pequeña burguesía o, yendo más allá y siendo extremistas, priva a éstos de sus libertades personales; es decir, impone la esclavitud ¿Tal gobierno podría hacer tal? No podría pues los hombres que integran esa pequeña burguesía saldrían a la calle sin necesidad de que les cerrasen las fábricas y se unirían y se convertirían en un gran bloque cuya resistencia sería invencible. Por tanto, la pequeña burguesía es también un fragmento de Constitución.

Lassalle intenta demostrar, con los ejemplos antes expuestos, que en todo Estado existe una fuerza activa que hace que las cosas sean como son; es decir, un «fundamento» de la realidad, un «algo» que informa la manera de ser de la realidad. Dicho «algo o fundamento» constituye, para Lassalle, un especial fenómeno político al cual denomina «factores reales de poder» y los cuales vienen a constituir la  verdadera esencia de la Constitución[8].

Así entonces, y conocida la esencia de la Constitución, se pregunta el autor en comento qué relación existe entre ésta, la esencia, y lo que vulgarmente se llama Constitución.

En sus palabras:

Se toman estos factores reales de poder, se extienden en una hoja de papel, se les da expresión escrita, y a partir de ese momento, incorporados a un papel, ya no son simples factores reales de poder, sino que se han erigido en derecho, en instituciones jurídicas, y quien atente contra ellos atenta contra la ley, y es castigado.[9]

Por último, concluye Lassalle

Los problemas constitucionales no son, primariamente, problemas de derecho, sino de poder; la verdadera constitución de un país sólo reside en los factores reales y efectivos de poder que en ese país rigen; y las Constituciones escritas no tienen valor ni son duraderas más que cuando dan expresión fiel a los factores de poder imperantes en la realidad social […][10].


[1] Ver: Lasalle, Ferdinand, pp. 40 y ss.
[2] Véase como Ferdinand Lassalle es un precursor de la concepción actual de la Constitución como norma, pues ya éste equipara a ésta con la ley. Sin embargo, afirmamos que es sólo un precursor pues no desprende todas las consecuencias que dicha afirmación envuelve y que con posterioridad se expondrán y revisarán.
[3] Ferdinand Lassalle (p. 44 y 45) lo explica así “Pero las cosas que tienen un fundamento no son como son por antojo, pudiendo ser también de otra manera, sino que son así porque necesariamente tienen que ser. El fundamento a que responden no les permite ser de otro modo. Sólo las cosas carentes de un fundamento, que son las cosas causales y fortuitas, pueden ser como son o de otro modo cualquiera. Lo que tiene un fundamento no, pues aquí obra la ley de la necesidad. Los planetas, por ejemplo, se mueven de un determinado modo. ¿Este desplazamiento responde a causas, a fundamentos que lo rijan, o no? Si no hubiera tales fundamentos, su desplazamiento sería causal y podría variar en cualquier instante, estaría variando siempre. […] La idea de fundamento lleva, pues, implícita la noción de una necesidad activa, de una fuerza eficaz que hace, por ley de necesidad, que lo que sobre ella se funda sea así y no de otro modo.
[4] El equivalente a nuestro Diario Oficial de la Federación, en el ámbito federal, o a nuestra Gaceta del Gobierno, en el ámbito local.
[5] Un magno incendio que redujo a cenizas una parte considerable de la ciudad.
[6] Es a la conclusión a la que, con su planteamiento, nos lleva Lassalle.
[7] Utilizamos la expresión real no en su acepción de majestad, sino de realidad.
[8] Recuérdese que Lassalle parte de la idea de que la Constitución tiene que ser <<ley>> y tiene que ser <<fundamental>>.
[9] Lassalle, p. 52.

[10] Ibídem, p. 75.

De las obligaciones y las obligaciones mancomunadas

PRIMER PARTE. DE LA OBLIGACIÓN EN GENERAL

I. DE LAS OBLIGACIONES EN LA SISTEMÁTICA ROMANA

A. DE LA OBLIGATIO COMO UNIDAD

En la sistemática romana el derecho de las obligaciones está constituido sobre una única estructura: la obligatio, esto es, la expectativa del acreedor y la responsabilidad en la que recae el deudor por el incumplimiento[1].

La obligatio, en este sistema, sirve a instituciones de una tipología heterogénea dado que a través de ella figuras que parecerían no tener nada en común ─tal como el contrato, los hechos ilícitos, el enriquecimiento sin causa, la gestión de un negocio ajeno, etcétera─ hallan un punto común de emergencia, pues a pesar de sus disimilitudes generan una obligatio. En palabras de Marcin Balsa (p. 67): “[…] todas las relaciones obligatorias son el fruto de la aplicación de aquella única estructura que es la obligación, el análisis de todas estas relaciones reconducirá siempre a la consideración del modus operandi de la obligatio.”

Para este último autor citado el estudio de la concepción romana de la obligación depende, en gran medida, de la comprensión que sobre las acciones tenían los romanos. Lo anterior pues los romanos veían primero al medio de defensa y, por ello, siempre consideraron al oportere[2] como un prius.

Las obligaciones surgían de figuras típicas, lo cual se debe a que la obligación romana estaba íntimamente unida a la acción. En la configuración de la estructura de la obligatio destaca que en la intentio de la fórmula el iuris vinculum se explica en un oportere que representa un prius respecto a una autorización para condenar o absolver, es decir, preexistente a la sanción derivada de la responsabilidad a la cual se puede llegar mediante el ejercicio de la actio, de esta forma se hace evidente la relación entre obligatio y actio. Obligatio en el derecho romano clásico significa un vínculo jurídico entre dos o más personas e implica un deber de éstas respecto a la otra, reconocido por el ius civile y susceptible de hacerse efectivo mediante una actio in personam.[3]

La obligación, como tal, es una creación tecnológica de la jurisprudencia pontifical cuya invención se da poco antes de la creación de las XII Tablas. Lo anterior significa que la obligatio surge durante una época en donde las instituciones del ius civile se encontraban tuteladas mediante un proceso basado en ritos verbales denominados legis actiones.

Por tanto, y como señala Fernando Marcin Balsa (p. 69), es necesario tener una idea de cómo en el ius civile romano se resolvían los problemas antes de la invención de la obligación, esto para poder entender, desde una perspectiva ex post la evolución que dicho concepto tuvo en la jurisprudencia clásica.

Así entonces, tenemos que la noción que puede decirse antecedente de lo que posteriormente sería la obligación es la «sujeción» o manus iniecto, que se ejercía con el fin de obtener el pago de una cierta suma de dinero.

La manus iniecto, que es un claro antecedente de una acción ejecutiva, descansaba en dos presupuestos: el primero consistía en la atribución de una suma de dinero a través de un acto (iudicar, damnare) a favor del mismo actor y desfavorable para el demandado; el segundo, en el hecho de que el demandado no hubiera realizado la solutio[4].

Sobre el particular, Néstor de Buen (p. 8) señala que la forma primitiva del préstamo no se hacía a través de la contracción de una obligación, sino mediante una auto-enajenación que se expresaba como una maldición: “si el deudor no me reembolsa, sea damnatus.”

La noción de obligación evolucionó hacia la idea de deber una prestación, lo cual resulta incompatible con la idea de sujeción de la manus iniecto. Marcín Balsa (p. 71) señala que fueron dos figuras las que permitieron hablar de obligación: la sponsio y la legis actio per iudicis postulatione.

Ésta última estaba prevista en las XII Tablas y era una acción declarativa que no implicaba un sacramentum y consistía en la solicitud de nombramiento de un iudex o un árbitro a favor del stipulator insatisfecho en contra del promisor que había incumplido. “La declaración inicial del actor brinda una indicación esencial ‘ex sponsione te mihi x milia sestertium dare oportere’. El punto central es el uso del verbo oportere, que explica la obligación desde el punto de vista de una deuda tutelada por una acción.”[5]

Sobre esto último, Margarita Fuenteseca Degeneffe (pp. 203 y 205) afirma que

La indagación sobre los orígenes de la obligatio ex contractu tiene un claro punto de arranque en el reconocimiento de la sponsio como causa ex lege para instaurar la legis actio per iudicis postulationem, del cual se tuvo noticia a través de la información contenida en el fragmento gayano IV,17a, hallado en un papiro egipcio (PSI. 1182) y publicado en el año 1933. Según Gayo IV, 17a, las XII Tablas prescribían el procedimiento de legis actio per iudicis postulationem en el caso de que se pida lo que se debe por estipulación (sicut lex XII Tabularum de eo quod ex stipulatione petitur), y también para el supuesto de la división de la herencia, y lo mismo hace la lex Licinnia para la división de la cosa común (item de hereditate dividenda inter coheredes eadem lex per iudicis postulationem agi iussit. Id fecit lex Licinnia, si de aliqua re communi dividenda ageretur). Sin embargo, como afirmó Lévy-Bruhl, esta lista de Gayo no es limitada; es decir, se puede deducir de este pasaje gayano que se trata de meros ejemplos de remisión por una lex al procedimiento de la iudicis postulatio.

[…] la legis actio per iudicis postulationem será aplicable a todos los casos previstos en la ley, esto es, se instaurará el procedimiento de la legis actio per iudicis postulationem cuando la ley prescriba que se emplee esta forma. Como ya afirmó Wieacker, el procedimiento de la iudicis postulatio únicamente puede emplearse para determinadas pretensiones siempre que así lo prevea la lex.

En consecuencia, del texto gayano se puede deducir, más bien, que se trata siempre de una iudicis postulatio, en la que se exige la instauración de un iudex que emite un iudicium, por ejemplo, cuando se trata de un agere ex sponsione, que, en consecuencia, será un agere ex lege al haber sido instaurado por la ley de las XII Tablas.

Por su parte, la sponsio consistía en una promesa formal de dar una suma determinada de dinero o una cosa determinada.

Los elementos fundamentales de la sponsio eran su oralidad, su estructura en forma de pregunta y respuesta y el hecho de que en el diálogo el actor hablase primero.

Cabe llamar la atención sobre la estructura en forma de diálogo de la sponsio, pues ésta está estrechamente ligada a la exigencia de que la obligación surgía con la respuesta afirmativa del deudor, provocada ésta por la pregunta del acreedor relativa a si aquél aceptaba realizar una prestación a favor de éste. “La exigencia que los juristas intentaban satisfacer con esto era precisamente que la obligación naciera de la formalización de un acuerdo previo. Lo que los pontífices querían era precisamente que la obligación no se formara sin que hubiera mediado una consciente, libre y absoluta decisión.”[6]

La sponsio, como ya indicamos, posteriormente devino en la stipulatio. Sobre el particular existe controversia, ya que según Arangio Ruiz la stipulatio corresponde, más bien, a la fase en la que el acreedor interroga o intima a quien va a ser su deudor; por su parte la sponsio vendría a ser la palabra del deudor que respondía. En relación con Gayo IV, 17a, afirma Arangio Ruiz que el «de eo quod ex stipulatione petitur» se refiere al actor, pero la legis actio misma se refiere a la declaración propia del deudor; de ahí que aparezca la sponsio. Así considera el autor en cita que están en un error quiénes admiten dos fases históricas en la denominación de la verborum obligatio.

Según Marcin Balsa (p. 73), y a pesar de lo que al respecto opina Arangio Ruiz, estima que la sponsio se transformó en stipulatio cuando se admitió su conclusión sin el uso del verbo spondere. Lo anterior significó, según el autor citado, que el negocio ya no sólo era del ius civile, sino también del ius gentium.

La evolución antes apuntada, sin embargo, no provocó que la stipulatio dejara de tener un carácter abstracto y unilateral cuyo único efecto era crear una única obligación con una única prestación. Lo anterior queda claramente evidenciado en el concepto que sobre stipulatio nos brinda Pompiono: “Stipulatio autem est verborum conceptio, quibus is qui interrogatur daturum facturuve se quod interrogatus est responderit”, “La estipulación es una fórmula de palabras con la que quien es interrogado responde que dará o hará aquello que se le interrogó”.

El carácter abstracto de la obligatio ex stipulatio, empero, no debe exagerarse pues a través de una exceptio doli el juzgador resultaba obligado a tener en cuenta la causa de la obligación.

En resumen: “La promesa formal realizada spondes? Spondeo puede considerarse como expresión de la asunción de un compromiso serio por parte del deudor y jurídicamente vinculante entre dos partes.”[7]

B. LA OBLIGATIO COMO PROCESO

Esta segunda fase de la obligatio dentro de la sistemática romana aparece, según Marcin Balsa (p. 74) cuando se unió al oportere la cláusula ex fide bona, lo cual posiblemente ocurrió durante los siglos III y II a. de C.

La unión anunciada en el párrafo anterior es el fruto de la transposición del solemne verbum que designaba a la obligación entre romanos en la tradición de la legis actiones, dentro del ámbito de la contratación internacional entre extranjeros y romanos, al cual el esquema jurídico que representa la obligación se adaptó sustancialmente pero unido a la fides bona tipificando emptiones, venditiones, locationes, conductiones, mandata, societas.

C. DE LA DEFINICIÓN Y DE LA SUSTANCIA DE LA OBLIGACIÓN COMO INSTITUCIÓN

En esta última etapa de la obligatio en la sistemática romana, se llega a concebir a la obligación tanto como relación obligatoria como acto con efectos obligatorios.

Lo anterior puede constarse con toda claridad en la descripción que da Paulo de la sustancia de la obligación en el libro secundo institutionum del Digesto, quien señala que la sustancia de la obligación no consiste en atribuirnos la propiedad de las cosas o un derecho real. La obligación no atribuye a la persona a quien beneficia algún poder sobre las cosas. “El efecto de la obligatio es crear una persona obligada, jurídicamente constreñida en nuestro favor a cumplir una prestación consistente en dare facere praestare, tres tipos de prestación coordinados por vel, que significa que cualquiera de estos tres tipos pueden presentarse: solos, dos o los tres.”[8]

En este momento de evolución de la obligatio, ésta refleja tres imprescindibles elementos: vínculo, personas (que no podían ser menos de dos) y prestaciones.

D. DEL CONCEPTO DE LA OBLIGACIÓN EN LAS INSTITUCIONES DE JUSTINIANO Y DE SUS ELEMENTOS

Es cierto que el corpus iuris no define al derecho real, sin embargo, en las Instituciones (o institutas) del Emperador Justiniano sí encontramos una definición sobre obligación, cuya autoría se atribuye, con algunas reservas[9], a Papiniano. La definición que obra en el citado documento es la siguiente: obligatio est iuris vinculum, quo necessitate adstringimur alicuius solvendae rei, secundum nostrae civitatis iura, esto es, la obligación es un vínculo de derecho que nos constriñe en la necesidad de pagar alguna cosa según el derecho de nuestra ciudad.

Según comentario de Sabino Ventura Silva (p. 271), la expresión solvendae rei debe entenderse como una referencia a cualquier índole de prestación y no únicamente a la de entregar una cosa.

Para Guillermo Floris Margadant S. (p. 307), la descripción de la obligación como vínculo jurídico es acertada. De igual forma le parece interesante la referencia a los iura nostra civitatis, pues estima que esta sugiere que toda obligación es una relación triangular que se integra entre un acreedor, un deudor y una comunidad política cuyo sistema legal sanciona el vinculum iuris en cuestión.

Por su parte, Eugene Petit (p. 313) sobre la definición de las institutas comenta que la obligación viene a ser una especie de lazo que une una a otra a las personas entre las cuales ha sido creada. También afirma que dicha vinculación es meramente jurídica.

Aldo Topasio Ferreti (p. 116) afirma que el concepto de obligación dado en las institutas está referido desde la perspectiva del deudor, pues en la definición se afirma que «una persona está constreñida a pagar alguna cosa conforme al derecho civil». Ahora bien, el autor en cita resalta el hecho de que, en caso de incumplimiento del deudor, y aunque la definición no lo mencione, surge la facultad del acreedor de exigir el cumplimiento al deudor, esto es, el acreedor tiene expedita la acción personal (actio in personam) en contra del deudor.

De la definición de la obligación antes citada es posible desprender tres elementos: a) un sujeto activo, que es el acreedor; b) un sujeto pasivo, que es el deudor, y c) un objeto, que puede consistir en un dare, facere y praestare, a lo que se puede añadir, como menciona Guillermo Floris Margadant S. (p. 307), el non facere y el pati.

Como señala Eugene Petit (p. 314) al acreedor corresponde la facultad de exigir del deudor la prestación que es objeto de la obligación. Por contra, el deudor es la persona que está obligada a procurar al acreedor el objeto de la obligación.

En lo que respecta al objeto, Guillermo Floris Margadant S. (p. 304) explica que éste puede consistir en cinco cosas: a) en un dare, que consiste en trasmitir el dominio sobre algo; b) en un facere, que consiste en realizar un acto con efectos inmediatos; c) en un praestare, que consiste en realizar un acto sin inmediatas consecuencias visibles, como cuando se garantiza una deuda o cuando uno se hace responsable de cuidar de un objeto o se declara dispuesto a posponer el cobro de un crédito; d) en un non facere, que consiste en no realizar un acto con efectos inmediatos, y e) en un pati, que consiste en tolerar.

II. DE LAS OBLIGACIONES EN EL DERECHO MODERNO

En la sistemática moderna del derecho, diferentes concepciones se han ido formando para definir a la obligación. En los apartados siguientes revisaremos brevemente cada una de ellas.

A. CONCEPCIONES ROMANISTAS

El concepto romano de obligación adopta como punto de vista el del deudor, de tal forma que lo fundamental en dicha concepción yace en el deber contraído. El otro aspecto, el de la responsabilidad para el caso de incumplimiento, no acapara la atención en estas concepciones.

Dentro de esta concepción de la obligación encontramos a Pothier (p. 7) quien sobre la obligación afirma “La palabra obligación, en un sentido recto y menos amplio, no comprende sino las obligaciones perfectas, que dan a aquél con quien la hemos contraído derecho de exigirnos su cumplimiento […]”

B. CONCEPCIONES CONTRAPUESTAS A LA TESIS ROMANISTA

Dentro de esta categoría se encuentran aquellos que tratan de rescatar el elemento de la responsabilidad del deudor en caso de incumplimiento, lo cual significó poner el acento en el aspecto patrimonial de la obligación y no basar la explicación de ésta en el deber.

Según Fausto Rico Álvarez y Patricio Garza Bandala (p. 39), corresponde a Brinz encabezar el replanteamiento del enfoque de la institución.

Los autores antes citados consideran que la posición tradicional romanista incurrió en el reduccionismo pues sólo describió el comportamiento del deudor y dejó a un lado los derechos del acreedor, derechos que surgen y cobran relevancia cuando la obligación deja de cumplirse. La nueva postura, afirman los autores en consulta, no está libre de defectos, pues incurre exactamente en el mismo, ya que reduce su concepción al aspecto activo de la obligación y, con ello, hace a un lado su aspecto de débito o pasivo.

En suma, de acuerdo con esta teoría, la obligación debe entenderse institucionalmente a partir del derecho del acreedor. Su esencia consiste en la responsabilidad del deudor ante los eventos del incumplimiento.

C. CONCEPCIÓN ECLÉCTICA

Brunetti encabeza esta concepción de la obligación. Este autor resaltó que la «relación de débito puro» existe como «deber jurídicamente calificado» en la medida en la que debe ser cumplido con la finalidad de evitar la satisfacción del acreedor sobre los bienes del patrimonio del deudor.

Von Amira pretendió resumir las premisas históricas en una síntesis institucional integrando el concepto de obligación con ambas perspectivas, esto es, con los dos elementos independientes y autónomos: débito (Schuld) y responsabilidad (Haftung).

De acuerdo con los postulados de este último autor, la obligación está integrada por dos elementos distintos y autónomos, configurados ambos en una unidad conceptual que es precisamente la noción misma de obligación: «relación de débito» (Schuld) o deber del deudor, traducible en un determinado comportamiento, también denominado «prestación», con la consiguiente posición de preeminencia y expectativa del acreedor; y «relación de responsabilidad» (Haftung), que se resuelve en el estado de sometimiento en que se colocan los bienes que forman el patrimonio del deudor, mediante el cual, el acreedor puede hacer valer su derecho adoptando medidas para su realización, con la finalidad de conseguir la satisfacción de su interés, interés que había quedado pendiente de actualizarse a causa del incumplimiento.[10]

Así entonces, resulta que las dos relaciones (la del débito y la de la responsabilidad) constituyen una unidad esencial llamada obligación, pero pueden encontrarse separada e independientemente.

D. CONCEPCIÓN CONTRAPUESTA A LA ESCUELA ECLÉCTICA

Dentro de esta corriente encontramos a Giorgianni, quien critica la posibilidad de escindir las relaciones de débito de las de responsabilidad, pues, según el citado autor, no es posible pensar separadamente ambos elementos.

Rocco, por su parte, estimó que la obligación podía estudiarse desde dos perspectivas: desde el lado pasivo, esto es, desde el cumplimiento de la prestación, y desde el lado activo, es decir, desde el derecho al cumplimiento conjuntamente con la posibilidad de requerir la ejecución forzosa. En atención a la primera perspectiva, estaríamos en presencia de un derecho de crédito; por lo que se refiere a la segunda, estaríamos ante un derecho real de prenda constituido sobre todo el patrimonio del deudor, como una universalidad de derecho. En suma, para Rocco el derecho real de prenda genérica es equivalente a la responsabilidad o aspecto activo de la obligación.

Las posiciones revisoras de estas teorías no se hicieron esperar. En concreto, se critica que si el derecho del acreedor sobre los bienes del deudor se traduce en un derecho prendario ¿por qué no es oponible frente a terceros? ¿Sería posible solucionar un concurso de privilegios entre un acreedor titular de una ‘prenda especial’ en oposición a otro con la ‘prenda genérica’?[11]

E. OTRAS POSTURAS

Aquí haremos alusión exclusivamente a la postura procesalista de Carnelutti.

Esta autor separa los elementos esenciales del vínculo: débito y responsabilidad. A cada uno de ellos les confiere independencia y autonomía pero dentro de ámbitos totalmente diversos del orden jurídico. Por lo que se refiere al débito, lo sigue considerando dentro del derecho sustantivo. Sin embargo, en lo que toca a la responsabilidad, estima que ésta debe ser revisada a la luz de los principios procesales.

Absolutamente todo cuanto se refiere a la garantía o estado de sometimiento del patrimonio del deudor, con el consecuente derecho del sujeto activo de agresión sobre el mismo, deja de ser un derecho referido a bienes, para convertirse en una petición formal entablada ante los tribunales, con la finalidad de lograr un pronunciamiento ejecutivo, realizando así el interés del acreedor, que el incumplimiento había frustrado. El derecho del acreedor, como resulta evidente, queda reducido a una mera situación instrumental, representada por la acción ejecutiva, entrando en consecuencia a ser un instituto más del derecho procesal.[12]

SEGUNDA PARTE. DE LAS OBLIGACIONES MANCOMUNADAS

I. UBICACIÓN DEL TEMA

Las obligaciones mancomunadas suelen ser estudiadas como parte de las llamadas «obligaciones complexas». Sobre este tipo de obligaciones Planiol, citado por Borja Soriano (p. 657), señala lo siguiente:

La obligación puede existir, sea en provecho de varios acreedores, sea a cargo de varios deudores y esta pluralidad de personas, de un lado o del otro, o aun de los dos lados a la vez, es un hecho frecuente. . . la pluralidad de deudores o de acreedores no se encuentra siempre desde el principio; a menudo es un hecho posterior el que la ha introducido a un acreedor o a un deudor único lo han sucedido varias personas que han tomado su papel, ordinariamente a consecuencia de su muerte.

Por su parte, el gran maestro Ernesto Gutiérrez y González (p. 988) estima que las obligaciones mancomunadas no pueden ser consideradas como modalidades de las obligaciones tal y como lo afirma el Código Civil del Distrito Federal; más bien, asevera, deben ser estimadas, con mayor propiedad, como «formas» especiales de las obligaciones.

Dentro de estas formas de las obligaciones de las que habla el maestro, diferencia dos: unas que atañen a los sujetos de la obligación y otras que atañen al objeto de la obligación. En las primeras encontramos a la mancomunidad y sus excepciones, a la solidaridad, a la indivisión o indivisibilidad y a la disyuntividad. En las segundas hallamos a la conjuntividad, a la alternatividad y a la facultatividad.

Por último, sólo cabe mencionar que nuestro Código Civil regula a las obligaciones mancomunadas dentro del Libro Séptimo titulado “De las Obligaciones” en el Título Séptimo, “De las Diferentes Especies de las Obligaciones”. Con esto nuestro código se aparta del Código del Distrito Federal y, con mayor acierto, estima a las obligaciones mancomunadas no ya como modalidades de las obligaciones, sino como una especie de las obligaciones.

II. OBLIGACIONES MANCOMUNADAS

A. DESARROLLO HISTÓRICO

a. Doctrina Romana

Dentro de la sistemática romana encontramos a las llamadas obligaciones parciarias, las cuales hoy conocemos como mancomunadas simples. En ellas, habiendo varios deudores y/o varios acreedores, cada uno estaba obligado, o estaba facultado a reclamar, en los límites de su propia cuota. Las cuotas se presumían iguales salvo determinación en contrario entre las partes.

En este tipo de obligaciones, cada relación jurídica es independiente respecto de las otras, de modo que en realidad existían tantas obligaciones como sujetos relacionados.

Por otro lado, también existían las llamadas obligaciones cumulativas. En ellas, habiendo varios acreedores y/o varios deudores, existía la posibilidad de que cualquier acreedor pudiera reclamar la totalidad de la prestación (in solidum), con la particularidad de que el cumplimiento íntegro hecho por uno de los deudores no impedía que los restantes dejaran de cumplir, por consecuencia, era posible exigir a los demás la entera prestación. En resumen, las obligaciones se acumulaban tantas veces como sujetos había.

b. Código Napoleón

El Código Napoleón regula a la mancomunidad en su artículo 1197 que es del texto siguiente:

Artículo 1197. Es mancomunada la obligación entre muchos acreedores cuando el título da expresamente a cada uno de ellos el derecho de pedir el pago de todo el crédito, y cuando el pago hecho a uno de ellos deja libre al deudor, aun cuando el beneficio de la obligación sea partible y divisible entre los varios acreedores.

Asimismo, respecto a la mancomunidad de los deudores, el artículo 1200 establece lo siguiente:

Artículo 1200. Hay mancomunidad de parte de los deudores cuando están obligados a una misma cosa, de manera que cada uno pueda ser demandado por el todo, y el pago hecho por solo uno deja libres a los demás con respecto al acreedor.

c. Código Civil de 1884

En el Código Civil de 1884 se reguló a la mancomunidad en los artículos del 1388 al 1391. Éstos establecen lo siguiente:

Artículo 1388. La mancomunidad puede ser activa o pasiva.

Artículo 1389. Mancomunidad activa es el derecho que dos o más acreedores tienen para exigir, cada uno por sí, del deudor el cumplimiento total de la obligación.

Artículo 1390. Mancomunidad pasiva es la obligación que dos o más deudores reportan de prestar, cada uno por sí, en su totalidad la cosa o hecho materia del contrato.

Artículo 1391. Los acreedores y deudores mancomunados se llaman también solidarios.

A diferencia del Código Napoleón, en el código de 1884 la mancomunidad era equivalente a la solidaridad.

d. Código Civil del Distrito Federal

El código Civil del Distrito Federal define a la mancomunidad en el artículo 1984, que es del texto siguiente:

Artículo 1984. Cuando hay pluralidad de deudores o de acreedores, tratándose de una misma obligación, existe la mancomunidad.

e. Código Civil del Estado de México

Por último, tenemos que el Código Civil del Estado de México regula a la mancomunidad en los artículos 7.222 al 7.224, los cuales establecen lo siguiente:

Artículo 7.222. Cuando hay pluralidad de deudores o de acreedores, tratándose de una misma obligación, existe la mancomunidad.

Artículo 7.223. La mancomunidad de deudores o de acreedores no hace que cada uno de los primeros deba cumplir íntegramente la obligación, ni da derecho a cada uno de los segundos para exigir el total cumplimiento de la misma.

En este caso el crédito o la deuda se consideran divididos en tantas partes como deudores o acreedores haya y cada parte constituye una deuda o crédito distintos unos de otros

Artículo 7.224. Las partes de la obligación se presumen iguales, a no ser que se pacte otra cosa o que la ley disponga lo contrario.

B. CONCEPTO DE OBLIGACIONES MANCOMUNADAS

Sergio T. Azúa Reyes (p. 369), sobre el tema, señala que “[…] existen obligaciones complejas en cuanto a los sujetos que en la misma intervienen; en ellas, el lugar de figurar un solo acreedor y un solo deudor aparece una pluralidad de sujetos, ya como acreedores, ya como deudores o ya como acreedores y deudores simultáneamente. Estos tipos de obligaciones reciben el nombre genérico de obligaciones mancomunadas.”

Joaquín Martínez Alfaro (p. 399), por su parte, afirma: “Mancomunidad es una modalidad de la obligación que se refiere a los sujetos y consiste en que hay pluralidad de acreedores o de deudores en una misma obligación.”

Ignacio Galindo Garfias (p. 157) “La obligación es mancomunada cuando hay pluralidad de deudores (mancomunidad pasiva) o de acreedores (mancomunidad activa), respecto de una misma obligación.”

Ernesto Gutiérrez y González (p. 991) “La mancomunidad se da en una sola obligación cuando hay pluralidad de sujetos acreedores, de deudores o de ambos, y el objeto que se debe pagar se considera dividido en tantas partes cuantos acreedores haya.”

Marcel Planiol y George Ripert (p. 442) afirman “[…] la obligación se contrata conjuntamente en provecho de varios acreedores o a cargo de varios deudores; pero si ninguna causa particular lo impide, está sometida a la regla general que establece que los créditos y las deudas se dividen de pleno derecho. La conjunción se encuentra, no en la obligación, una vez formada, sino en la causa que la produce.”

C. ESPECIES DE LA MANCOMUNIDAD

Al decir de Fausto Rico Álvarez y Patricio Garza Bandala (p. 314), dentro de las obligaciones mancomunadas encontramos dos especies: la simple mancomunidad y la solidaridad.

Según Rafael Rojina Villegas (p. 680) existe simple mancomunidad “[…] cuando la prestación es exigida a prorrata por diversos acreedores a un solo deudor (simple mancomunidad activa), o es sufrida a prorrata por diversos deudores a favor del acreedor (simple mancomunidad pasiva).”

Rico Álvarez y Garza Bandala (p. 314), por su parte, consideran que “La simple mancomunidad se presenta en aquellas obligaciones con pluralidad de sujetos pasivos o activos, cuando existen entre las partes tantas obligaciones como existan acreedores o deudores.” Según estos autores, “El principio que rige la simple mancomunidad es por lo tanto la divisibilidad de la deuda o crédito.”

Los propios autores citados, afirman que la simple mancomunidad está regulada en el artículo 1985 del Código Civil del Distrito Federal que es del texto siguiente:

Artículo 1985. La simple mancomunidad de deudores o de acreedores no hace que cada uno de los primeros deba cumplir íntegramente la obligación, ni da derecho a cada uno de los segundos para exigir el total cumplimiento de la misma. En este caso el crédito o la deuda se consideran divididos en tantas partes como deudores o acreedores haya y cada parte constituye una deuda o un crédito distintos unos de los otros.

Los autores en cita señalan que dicha norma no se encuentra ni en el Código Napoleón, ni en el Código Civil de 1884, tampoco en el Alemán y mucho menos en el Italiano. Nosotros mencionamos que la norma citada es casi idéntica a la prevista en el artículo 7.223 del Código Civil del Estado de México. Por consecuencia, la crítica que hacen los autores a tal dispositivo es plenamente aplicable a la prevista en nuestro Código Civil.

Los autores critican el precepto citado del Código del Distrito Federal en los siguientes términos:

[…] si la mancomunidad es simple, el artículo indica que existen tantas relaciones obligacionales como deudores o acreedores haya, con la consecuencia de que cada crédito o deuda son independientes el uno del otro, resultando que a cada uno de ellos se aplican las reglas generales de la materia de las obligaciones. De esta suerte, si, por ejemplo, tres acreedores prestan dinero a dos deudores, habrá seis relaciones jurídicas, cada una de ellas independientes entre sí.[13]

La anterior conclusión también fue señalada por el ilustre Rafael Rojina Villegas (p. 690):

En la simple mancomunidad existe siempre la división de la deuda y por esto el artículo 1985 dice que: ‘En este caso el crédito o la deuda se consideran divididos en tantas partes como deudores o acreedores haya y cada parte constituye una deuda o un crédito distintos unos de otros.’ Es decir, se trata de obligaciones a prorrata o divisibles en el sentido de que la prestación se dividirá en partes iguales cuando no se pacte otra cosa o la ley no disponga lo contrario (artículo 1986).

Como consecuencia de la división del crédito o la deuda, en realidad hay una división de las obligaciones.

BIBLIOGRAFÍA

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VENTURA SILVA, Sabino, “Derecho Romano. Curso de Derecho Privado”, 18ª ed., México, Porrúa, 2002

[1] Marcin Balsa, p. 67.

[2] “En el periodo clásico, la jurisprudencia utiliza el término ‘oportere’ para expresar un deber protegido ─más allá de las normas morales o éticas─ por las normas del derecho civil y sancionado en consecuencia por una acción personal. Gayo, en Institutas, IV, 2, nos dice que ‘entendemos que obligado está el que debe dar, hacer, prestar’ conforme al ius civile (Obligatus… id est, cum intendimus dare, facere praestare oportere). Explica además, que la institución de la obligación está sancionada por una acción personal, en cuya virtud ‘accionamos contra alguien que está obligado hacia nosotros’ (In personam actio est, qua agimus cum aliquo… qui nobis obligatus est…’).” Topasio Ferreti, Aldo, p. 115.

[3] Marcín Balsa, pp. 67 y 68.

En el periodo formulario, que es el segundo del derecho procesal romano, surge la llamada fórmula, que no es otra cosa que una especie de programa procesal en forma muy condensada que contenía las instrucciones y autorizaciones que enviaba el magistrado al juez y que tenía la importante función de servir de eslabón entre dos instancias: la primera, in iure, que se desarrollaba ante el magistrado quien, en pocas palabras, fijaba el derecho (actio y exceptio) y redactaba la fórmula; la segunda, in iudicio, que se desarrollaba ante el juez, el cual recibía la fórmula y se avocaba al conocimiento del asunto. Ver: Floris Margadant, pp. 152 y 153 y Ventura Silva, pp. 173 y 174.

Ahora bien, la fórmula estaba formada por las siguientes partes: demostración, intención, adjudicación y condenación. “La demostración es la parte de la fórmula que expone, al principio, el asunto de que se trata […] La intención es la parte de la fórmula en la cual el demandante expresa lo que pide […] La adjudicación es la parte de la fórmula que permite al juez adjudicar la cosa a alguno de los litigantes […] La condenación otorga al juez el poder de condenar o de absolver.” Pallares, p. 15.

[4] La solutio no se refería a cualquier forma de cumplimiento, sino a uno en especial: la solutio per aes et libram (pago por medio del bronce y la balanza). Esta forma de cumplimiento se hacía, según Gai. 3, 173, cuando algo se debía por un crédito que había surgido por el bronce y la balanza o bien, cuando se debía por motivo de una sentencia. En Gai. 3, 174, se describe el ritual del pago por medio del bronce y la balanza de la siguiente manera: “Se necesitan no menos de cinco testigos y el portador de la balanza. Después aquel que va a quedar liberado debe decir así: «Puesto que yo he sido condenado en juicio frente a ti a tantos miles de sestercios; por este título me desato y me libero de ti con este bronce y esta balanza de bronce. Yo te peso, según la ley pública, esta primera y última libra». Después golpea la balanza con una moneda y se la da como pago a aquél de quien se libera”. Nótese como la solutio tiene por efecto desatar y liberar al deudor de su acreedor, esto es, quitar la sujeción que aquél le había impuesto.

[5] Marcin Balsa, p. 71.

[6] Ibídem, p. 73.

[7] Ibídem, p. 74.

[8] Ibídem, p. 75.

[9] Aldo Topasio Ferreti en su obra “Derecho Romano Patrimonial” atribuye la autoría de la definición de obligación que obra en las institutas a Florentino, por ello, afirmamos que la autoría debe tomarse con algunas reservas.

[10] Rico Álvarez y Garza Bandala, p. 40.

[11] Ibídem, p. 41.

[12] Ibídem, p. 42.

[13] Rico Álvarez y Garza Bandala, p. 315

PARTES EN EL JUICIO DE AMPARO.- EL QUEJOSO

I. CONCEPTO DE PARTE

“Desde el punto de vista jurídico se refiere a los sujetos de derecho, es decir, a los que son susceptibles de adquirir derechos y obligaciones. Así, en el contrato las partes son sus creadoras, son las que intervienen en su celebración y las que se benefician o perjudican con sus efectos.”[1]

En sentido procesal, “[p]artes son los sujetos que reclaman una decisión jurisdiccional respecto a la pretensión que en el proceso se debate.”[2]

Según Cipriano Gómez Lara, existen dos tipos de partes (procesalmente hablando): partes formales y partes materiales.

Respecto de estas últimas, afirma que: “Si se alude a la parte, afirmando que es aquella que en nombre propio solicita la actuación de la ley, se hace referencia al mero aspecto material […]”[3]

Respecto de las formales, señala

Las partes en sentido formal lo pueden ser las propias partes en sentido material […], pero son, además, partes formales aquellos sujetos del proceso que, sin verse afectada concretamente y de forma particular su esfera jurídica por la resolución jurisdiccional que resuelve la controversia o conflicto, cuenten con atribuciones conferidas por la ley para impulsar la actividad procesal con objeto de obtener la resolución jurisdiccional que vendrá a afectar la esfera jurídica de otras personas.[4]

Contra la anterior distinción se levantan Gonzalo M. Armienta Calderón y José Ovalle Favela.

Armienta Calderón considera que la posición que distingue entre partes formales y partes materiales, parte del supuesto de que, en principio, las partes son, en el proceso, los titulares de la relación jurídica substancial objeto de la litis.

Lo anterior es erróneo, pues, en palabras de Armienta Calderón,

La posibilidad de que quienes actúan en el proceso no sean titulares de los derechos y obligaciones derivadas de la relación jurídica substancial (falta de legitimación en la causa) o de que la relación jurídica substancial no exista, viene a desvirtuar esta primera posición doctrinaria. Así, dada la evidencia de tan deleznable posición, no consideramos necesario hacer comentario adicional alguno al respecto.[5]

Por su parte, José Ovalle Favela considera que, en todo caso,

El concepto de parte […] sólo puede elaborarse sobre bases de carácter procesal. En el derecho procesal no es acertado definir a las partes en función de su titularidad o no de la relación jurídica sustantiva, pues la existencia y la naturaleza de esta relación son lo que normalmente se debate en el proceso y sólo pueden ser definidas hasta que se dicte sentencia. Por este motivo, carecen de fundamento las clasificaciones que pretenden distinguir un concepto de parte en sentido formal y otro de parte en sentido material. En nuestra disciplina, reiteramos, el concepto de parte siempre deberá tener carácter procesal.[6]

La postura a la que se adhiere Armienta Calderón y de la que son partícipes juristas como Guasp, Rocco, Alcalá-Zamora y Levene, refiere que son partes aquéllos que ejercitan el derecho de acción, y concluye el jurista en comento:

[…] es contrario a la correcta aplicación de los principios de la técnica jurídica, pretender darle en el proceso a la palabra parte, una ajena connotación a la de orden procesal. Parte es, simple y sencillamente, la persona que como titular de una pretensión, o en cuya representación legal o voluntaria actúa otra, o con el carácter de sustituto procesal, exige al órgano jurisdiccional, la subordinación de un interés ajeno, o bien la declaración o constitución de una relación jurídica determinada, así como aquella persona o personas frente a las cuales se dirige tal pretensión; por consiguiente, sólo son partes los titulares de una pretensión o contrapretensión[sic], así como aquellas otras personas a las cuales la ley legitima con tal carácter mediante la sustitución procesal, aún cuando no actúen materialmente (litigantes).[7]

Por su parte, José Ovalle Favela sostiene que son partes “[…] los sujetos procesales cuyos intereses jurídicos se controvierten en el proceso.”[8]

Para Carlos Arellano García, “[e]s parte en el proceso la persona física o moral que, en relación con el desempeño de la función jurisdiccional, recibirá la dicción del derecho, respecto a la cuestión principal debatida.”[9]

II. PARTES EN EL PROCESO DE AMPARO

Las partes en el proceso de amparo, según Héctor Fix-Zamudio y Eduardo Ferrer Mac-Gregor, “[…] serán aquellos sujetos procesales a los que la [Ley de Amparo] otorga la posibilidad de demandar, oponerse o participar de manera activa en el juicio de amparo a favor o en contra de la pretensión.”[10]

Según dispone el vigente artículo 5º de la Ley de Amparo, reglamentaria de los artículos 103 y 107 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, son partes en el juicio de amparo: a. el agraviado o agraviados; b. la autoridad o autoridades responsables; c. el tercero o terceros perjudicados, y d. el ministerio público.

Desde una perspectiva netamente procesal, Héctor Fix-Zamudio y Eduardo Ferrer Mac-Gregor enuncian como partes del proceso de amparo a las siguientes: a. el promovedor de amparo; b. las autoridades demandadas; c. los terceros interesados, y d. el Ministerio Público Federal.

El proyecto de la nueva Ley de Amparo, aprobado ya en el Senado, señala que son partes en el proceso de amparo las siguientes:

I. El quejoso, teniendo tal carácter quien aduce ser titular de un derecho subjetivo o de un interés legítimo individual o colectivo, siempre que alegue que la norma, acto u omisión reclamados violan los derechos previstos en el artículo 1 de la presente ley y con ello se produzca una afectación real y actual a su esfera jurídica, ya sea de manera directa o en virtud de su especial situación frente al orden jurídico.

El interés simple en ningún caso podrá invocarse como interés legítimo. La autoridad pública no podrá invocar interés legítimo.

El juicio de amparo podrá promoverse conjuntamente por dos o más quejosos cuando resientan una afectación común en sus derechos o intereses, aún en el supuesto de que dicha afectación derive de actos distintos, si éstos les causan un perjuicio análogo y provienen de las mismas autoridades.

Tratándose de actos o resoluciones provenientes de tribunales judiciales, administrativos o del trabajo, el quejoso deberá aducir ser titular de un derecho subjetivo que se afecte de manera personal y directa.

La víctima u ofendido del delito podrán tener el carácter de quejosos en los términos de esta ley.

II. La autoridad responsable, teniendo tal carácter, con independencia de su naturaleza formal, la que dicta, ordena, ejecuta o trata de ejecutar el acto que crea, modifica o extingue situaciones jurídicas en forma unilateral y obligatoria; u omita el acto que de realizarse crearía, modificaría o extinguiría dichas situaciones jurídicas.

Para los efectos de esta ley, los particulares tendrán la calidad de autoridad responsable cuando realicen actos equivalentes a los de autoridad, que afecten derechos en los términos de esta fracción, y cuyas funciones estén determinadas por una norma general.

III. El tercero interesado, pudiendo tener tal carácter:

a) La persona que haya gestionado el acto reclamado o tenga interés jurídico en que subsista;

b) La contraparte del quejoso cuando el acto reclamado emane de un juicio o controversia del orden judicial, administrativo, agrario o del trabajo; o tratándose de persona extraña al procedimiento, la que tenga interés contrario al del quejoso;

c) La víctima del delito u ofendido, o quien tenga derecho a la reparación del daño o a reclamar la responsabilidad civil, cuando el acto reclamado emane de un juicio del orden penal y afecte de manera directa esa reparación o responsabilidad;

d) El indiciado o procesado cuando el acto reclamado sea el no ejercicio o el desistimiento de la acción penal por el ministerio público;

e) El ministerio público que haya intervenido en el procedimiento penal del cual derive el acto reclamado, siempre y cuando no tenga el carácter de autoridad responsable.

IV. El Ministerio Público Federal en todos los juicios, donde podrá interponer los recursos que señala esta ley, y los existentes en amparos penales cuando se reclamen resoluciones de tribunales locales, independientemente de las obligaciones que la misma ley le precisa para procurar la pronta y expedita administración de justicia.

Sin embargo, en amparos indirectos en materias civil y mercantil, y con exclusión de la materia familiar, donde sólo se afecten intereses particulares, el Ministerio Público Federal podrá interponer los recursos que esta ley señala, sólo cuando los quejosos hubieren impugnado la constitucionalidad de normas generales y este aspecto se aborde en la sentencia.

III. QUEJOSO

“El quejoso es el titular de la acción de amparo. Por consecuencia, como parte, asume la calidad de sujeto activo o demandante. Puede tratarse de una persona física, mayor o menor de edad, nacional o extranjera; persona moral, nacional o extranjera; o bien, de una persona moral oficial.”[11]

Para Juan de Dios Castro Lozano, el quejoso

[…] es la persona física o moral a quien se le ha causado, a través de un acto de autoridad, un perjuicio a sus intereses jurídicos, cuyo mecanismo de protección se encuentra establecido en los artículos 103 y 107 constitucionales, y su ley reglamentaria. En ese sentido, el quejoso resulta ser el titular de la acción de amparo frente a los tribunales federales, quienes deberán resolver la controversia constitucional planteada.[12]

Raúl Chávez Castillo afirma que

El quejoso o agraviado es aquella persona física o moral que considere le perjudique la ley, el tratado internacional, el reglamento, decreto o acuerdo de observancia general o cualquier otro acto de autoridad en sentido estricto que produzca violación a sus garantías individuales, en las hipótesis que establece el artículo 103 constitucional y que promueve ante los Tribunales de la Federación su acción constitucional. Es el actor en el juicio de amparo.[13]

Por su parte, Héctor Fix-Zamudio y Eduardo Ferrer Mac-Gregor, afirman que el denominado agraviado “[…] es toda persona, individual o jurídica, que sufra una afectación personal actual y directa por un acto de autoridad.”[14]

Jorge Gabriel García Rojas, sostiene que “[q]uejoso es el demandante (persona física o moral) que se reputa agraviado por el acto o la ley con motivo del cual solicitó el amparo.”[15]

Por último, el proyecto de nueva Ley de Amparo aprobado ya por el senado, define al «quejoso» en la fracción I, del artículo 5, el cual señala

I. El quejoso, teniendo tal carácter quien aduce ser titular de un derecho subjetivo o de un interés legítimo individual o colectivo, siempre que alegue que la norma, acto u omisión reclamados violan los derechos previstos en el artículo 1 de la presente ley y con ello se produzca una afectación real y actual a su esfera jurídica, ya sea de manera directa o en virtud de su especial situación frente al orden jurídico.

El interés simple en ningún caso podrá invocarse como interés legítimo. La autoridad pública no podrá invocar interés legítimo.

El juicio de amparo podrá promoverse conjuntamente por dos o más quejosos cuando resientan una afectación común en sus derechos o intereses, aún en el supuesto de que dicha afectación derive de actos distintos, si éstos les causan un perjuicio análogo y provienen de las mismas autoridades.

Tratándose de actos o resoluciones provenientes de tribunales judiciales, administrativos o del trabajo, el quejoso deberá aducir ser titular de un derecho subjetivo que se afecte de manera personal y directa.

La víctima u ofendido del delito podrán tener el carácter de quejosos en los términos de esta ley.

IV. CLASES DE QUEJOSOS

Según Humberto E. Ruíz Torres, el quejoso puede ser ya una persona física o ya una persona moral.

1. El quejoso persona física

“Todas las personas físicas que consideren que han sido agraviadas por un acto de autoridad pueden figurar como quejosos en el proceso de amparo. Incluso los menores de edad y los demás incapaces pueden tener tal calidad, pero por cuestiones naturales que el derecho recoge con atingencia, deben actuar por medio de sus representantes.”[16]

Según el artículo 6 de la Ley de Amparo, el menor de edad podrá pedir amparo sin la intervención de su legítimo representante cuando éste se halle ausente o impedido, pero en tal caso, el juez, sin perjuicio de dictar las providencias que sean urgentes, le nombrará un representante especial para que intervenga en el juicio. En todo caso, el menor que haya cumplido catorce años, podrá hacer la designación de representante en el escrito de demanda.

En cuanto hace a la representación especial en el amparo, en nuestros Tribunales Federales se ha sostenido, en una interpretación extensiva del artículo 6 de la referida ley, que en aquellos amparos promovidos por menores de edad en donde los padres de éstos sostengan intereses contrarios a dichos menores, es menester que el Juez designe un representante especial ajeno a éstos.

Lo anterior está consignado así en la tesis número VI.4o.2 C, sentada por el Cuarto Tribunal Colegiado del Sexto Circuito, publicada en el Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, novena época, tomo IV, noviembre de 1996, materia civil, página 465, del rubro y texto siguientes:

MENOR DE EDAD. REPRESENTACIÓN ESPECIAL EN EL AMPARO (ARTICULO 6o. DE LA LEY DE AMPARO).

Cuando en un juicio de amparo promovido por un menor de edad, los padres de éste tienen intereses contrarios, porque sostienen una controversia judicial del orden familiar en el juicio de origen, es menester que el Juez designe un representante especial (ajeno a los padres) para que intervenga en el juicio. En efecto, conforme al artículo 6o. de la Ley de Amparo, una vez que el Juez advierte que el representante legítimo o quienes ejercen la patria potestad en favor de un menor, tienen un conflicto de intereses, de modo tal que son contrarios en un juicio con relación a dicho menor, es inconcuso que se encuentran impedidos para ejercer esa representación en el amparo, caso en el cual el Juez Federal debe, inclusive de oficio, nombrarle un representante especial, a efecto de no incurrir en violación a las normas fundamentales que rigen el procedimiento del juicio de amparo, dado que éstas son de orden público. De lo contrario, se le dejaría en estado de indefensión y al fallar el asunto se dictaría una sentencia con la consecuente violación al procedimiento del juicio de amparo, por no haber sido debidamente representado el menor quejoso.

Por otro lado, de igual forma se ha sostenido en nuestros Tribunales Federales que cuando en un juicio de amparo indirecto a los menores se les priva de la representación que ostenta quien promueve el amparo a su nombre y se les designa un representante especial sin que exista conflicto entre los intereses de éstos y de quien promueve el juicio constitucional a su favor, se violan las normas fundamentales que rigen al procedimiento de amparo, dado que tal determinación priva a los menores de la representación que ostenta quien efectivamente defiende sus derechos y, por consecuencia, los Tribunales Colegiados deberán revocar la sentencia y ordenar reponer el procedimiento a efecto de devolver la representación a quien promueve el amparo a nombre de los menores (fracción IV, del artículo 91 de la Ley de Amparo).

Por último, cabe señalar que la protección del amparo no está reservada para los mexicanos, sino que, en términos de lo dispuesto por artículo 1º de la Constitución, éstos gozan de todas los derechos fundamentales que prevé la Constitución y, por ello, están legitimados para promover el proceso de amparo.

Lo anterior está consignado así en la tesis número I.9o.T.6 K, emitida por el Noveno Tribunal Colegiado en Materia del Trabajo del Primer Circuito, publicada en el Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, novena época, tomo II, julio de 1995, materia común, página 234, del rubro y texto siguientes:

EXTRANJEROS, SOLICITUD DE AMPARO POR. LEGITIMACIÓN.

El artículo 1o. de la Constitución Federal no distingue entre los nacionales y los extranjeros al disponer que: «En los Estados Unidos Mexicanos todo individuo gozará de las garantías que otorga esta Constitución, las cuales no podrán restringirse ni suspenderse, sino en los casos y con las condiciones que ella misma establece.»; el dispositivo 33 de la ley fundamental ordena que los extranjeros «Tienen derecho a las garantías que otorga el capítulo I, título primero, de la presente Constitución;…», dentro de las cuales se encuentra la contenida en el ordinal 17, segundo párrafo, de la misma Carta Magna, que en lo conducente dice: «Toda persona tiene derecho a que se le administre justicia por tribunales que estarán expeditos para impartirla en los plazos y términos que fijen las leyes, emitiendo sus resoluciones de manera pronta, completa e imparcial.» De todo lo cual se sigue que los extranjeros disfrutan de legitimación para acudir al juicio de amparo, sin que les sea aplicable el artículo 67 de la Ley General de Población, a efecto de que previamente comprueben su legal estancia en el país y que su condición y calidad migratoria les permiten promoverlo o, en su defecto, el permiso especial de la Secretaría de Gobernación para ese fin.

Cabe señalar en este punto que en virtud de lo dispuesto por en el artículo 5[17] de la Convención sobre la Condición de los Extranjeros, así como en lo dispuesto en el artículo 11[18] de la Ley de Migración, todo extranjero, independientemente de su situación migratoria, tendrá derecho a la procuración e impartición de justicia. En otras palabras, el acceso al proceso de amparo no está sujeto a la comprobación de la legal estancia en el país.

Lo anterior quedó consignado así en la tesis emitida por el Primer Tribunal Colegiado en Materia Administrativa del Primer Circuito, publicada en el Semanario Judicial de la Federación, Informe de 1984, Tercera Parte, Tribunales Colegiados de Circuito, tesis 10, página 33, del rubro y texto siguientes:

EXTRANJEROS INDOCUMENTADOS. PROCEDENCIA DEL JUICIO DE AMPARO PROMOVIDO POR. CASO NO PREVISTO POR EL ARTICULO 33 CONSTITUCIONAL.

No es exacto que un extranjero carezca de capacidad jurídica para promover el juicio de amparo, en casos diversos al ejercicio de las facultades que concede el artículo 33 constitucional al Ejecutivo de la Unión, pues aun en el supuesto de que se trate de un extranjero sin autorización para permanecer en territorio mexicano, el solo hecho de entrar a ese territorio nacional implica la protección de las leyes mexicanas, en términos de los artículos 1o. y 2o. de la propia Constitución Federal.

2. El quejoso persona moral

La ley de amparo, en sus artículos 8 y 9, distingue entre personas morales privadas y personas morales oficiales. Respecto de las primeras afirma que éstas podrán interponer amparo por conducto de sus representantes legales. En relación con las segundas, podrán ocurrir al amparo cuando la Ley o acto que se reclamen afecten sus intereses patrimoniales.

V. EL INTERÉS LEGÍTIMO

Según el proyecto de la nueva Ley de Amparo, ahora no sólo quien aduzca ser titular de un derecho subjetivo podrá ocurrir al proceso de amparo, sino también aquellos que hagan valer un interés legítimo individual o colectivo.

Lo anterior representa un salto que va del interés jurídico al interés legítimo.

En efecto, en la vigente Ley de Amparo se consigna como presupuesto de procedencia de la acción de amparo la acreditación fehaciente del interés jurídico. La no acreditación del interés jurídico conlleva la improcedencia del proceso (fracción V del artículo 73 de la Ley de Amparo).

La teoría del interés jurídico, que comenzó a aplicarse en el amparo con José Ignacio Luis Miguel Vallarta Ogazón, parte de la idea de que el derecho subjetivo es, propiamente, un “interés jurídicamente protegido”.

Lo anterior ha quedado sentado en diversas tesis, de las cuales cabe citar la número I. 1o. A. J/17, emitida por el Primer Tribunal Colegiado en Materia Administrativa del Primer Circuito, publicada en la Gaceta del Semanario Judicial de la Federación, octava época, número 60, diciembre de 1992, materia común, página 35, del rubro y texto siguientes:

INTERÉS JURÍDICO, NOCIÓN DE. PARA LA PROCEDENCIA DEL AMPARO.

El interés jurídico necesario para poder acudir al juicio de amparo ha sido abundantemente definido por los tribunales federales, especialmente por la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Al respecto, se ha sostenido que el interés jurídico puede identificarse con lo que se conoce como derecho subjetivo, es decir, aquel derecho que, derivado de la norma objetiva, se concreta en forma individual en algún objeto determinado otorgándole una facultad o potestad de exigencia oponible a la autoridad. Así tenemos que el acto de autoridad que se reclame tendrá que incidir o relacionarse con la esfera jurídica de algún individuo en lo particular. De esta manera no es suficiente, para acreditar el interés jurídico en el amparo, la existencia de una situación abstracta en beneficio de la colectividad que no otorgue a un particular determinado la facultad de exigir que esa situación abstracta se cumpla. Por ello, tiene interés jurídico sólo aquél a quien la norma jurídica le otorga la facultad de exigencia referida y, por tanto, carece de ese interés cualquier miembro de la sociedad, por el solo hecho de serlo, que pretenda que las leyes se cumplan. Estas características del interés jurídico en el juicio de amparo son conformes con la naturaleza y finalidades de nuestro juicio constitucional. En efecto, conforme dispone el artículo 107, fracciones I y II, de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, el juicio de amparo deberá ser promovido sólo por la parte que resienta el agravio causado por el acto reclamado, para que la sentencia que se dicte sólo la proteja a ella, en cumplimiento del principio conocido como de relatividad o particularidad de la sentencia.

Cabe señalar que la teoría del derecho subjetivo-interés jurídico, fue una teoría expuesta en el siglo XIX por Rodolfo Jhering.

Para Ihering, el derecho subjetivo era “un interés jurídicamente protegido.”

En la tesis de Ihering, para que existiera derecho no basta el elemento material, sino que era necesario, además, que el interés estuviera jurídicamente garantizado, o lo que es lo mismo, que el goce del bien a que se dirigía se encontrara protegido por medio de la acción.

García Máynez se pronunció en contra de dicha teoría al manifestar que “si la nota del interés fuese esencial al derecho subjetivo, éste no existiría, de faltar aquella.” Por otro lado, el propio Jhering reconoció que no era posible que el legislador pudiera admitir y garantizar todo interés.

Actualmente, suele distinguirse el interés simple del interés jurídico, y éste del legítimo.

El primero, en palabras de Eduardo Pallares, “[…] es la situación en que se encuentra una persona respecto de algo que puede satisfacer sus necesidades de cualquier naturaleza que sean, así como en el conocimiento de esa situación.”[19]

Por el contrario, el interés jurídico “[…] sólo se encuentra abocado a satisfacer necesidades jurídicas […]”[20], es decir, “[…] sólo tendrá ‘interés jurídico’ para promover quien es, o supone ser, titular de los derechos, obligaciones o cargas que se pretenden crear, modificar o extinguir y que, en virtud precisamente de esa circunstancia, afectan su situación jurídica.”[21]

El interés jurídico en el proceso de amparo está estrechamente vinculado con el perjuicio causado al quejoso (agravio). “La titularidad del derecho, por sí, no produce el interés jurídico en amparo, sino al momento en que es trasgredido por la autoridad, causando un perjuicio al quejoso.”[22]

Lo anterior está consignado así en la jurisprudencia número 1a./J. 168/2007, emitida por la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, publicada en el Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, novena época, tomo XXVII, enero de 2008, materia común, página 255, del rubro texto siguientes:

INTERÉS JURÍDICO EN EL AMPARO. ELEMENTOS CONSTITUTIVOS.

El artículo 4o. de la Ley de Amparo contempla, para la procedencia del juicio de garantías, que el acto reclamado cause un perjuicio a la persona física o moral que se estime afectada, lo que ocurre cuando ese acto lesiona sus intereses jurídicos, en su persona o en su patrimonio, y que de manera concomitante es lo que provoca la génesis de la acción constitucional. Así, como la tutela del derecho sólo comprende a bienes jurídicos reales y objetivos, las afectaciones deben igualmente ser susceptibles de apreciarse en forma objetiva para que puedan constituir un perjuicio, teniendo en cuenta que el interés jurídico debe acreditarse en forma fehaciente y no inferirse con base en presunciones; de modo que la naturaleza intrínseca de ese acto o ley reclamados es la que determina el perjuicio o afectación en la esfera normativa del particular, sin que pueda hablarse entonces de agravio cuando los daños o perjuicios que una persona puede sufrir, no afecten real y efectivamente sus bienes jurídicamente amparados.

“El interés legítimo o difuso es considerado una categoría intermedia entre el interés simple y el jurídico.”[23]

Según el ahora Ministro Arturo Zaldívar Lelo de Larrea, “[e]l interés legítimo […] no exige la afectación de un derecho subjetivo, pero tampoco se trata de que cualquier persona esté legitimada para promover el amparo.” El presupuesto del interés legítimo es una norma que impone una obligación a la autoridad, pero que no está correspondida con un derecho subjetivo del que sean titulares determinados particulares.

La Suprema Corte de Justicia de la Nación ha sentado criterios en materia administrativa, en donde señala qué es el interés legítimo, entre los cuales tenemos los siguientes:

La jurisprudencia número 2a./J. 141/2002, emitida por la Segunda Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, publicada en el Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, tomo XVI, diciembre de 2002, materia administrativa, página 241, del rubro y texto siguientes:

INTERÉS LEGÍTIMO E INTERÉS JURÍDICO. AMBOS TÉRMINOS TIENEN DIFERENTE CONNOTACIÓN EN EL JUICIO CONTENCIOSO ADMINISTRATIVO.

De los diversos procesos de reformas y adiciones a la abrogada Ley del Tribunal de lo Contencioso Administrativo del Distrito Federal, y del que dio lugar a la Ley en vigor, se desprende que el legislador ordinario en todo momento tuvo presente las diferencias existentes entre el interés jurídico y el legítimo, lo cual se evidencia aún más en las discusiones correspondientes a los procesos legislativos de mil novecientos ochenta y seis, y mil novecientos noventa y cinco. De hecho, uno de los principales objetivos pretendidos con este último, fue precisamente permitir el acceso a la justicia administrativa a aquellos particulares afectados en su esfera jurídica por actos administrativos (interés legítimo), no obstante carecieran de la titularidad del derecho subjetivo respectivo (interés jurídico), con la finalidad clara de ampliar el número de gobernados que pudieran accesar al procedimiento en defensa de sus intereses. Así, el interés jurídico tiene una connotación diversa a la del legítimo, pues mientras el primero requiere que se acredite la afectación a un derecho subjetivo, el segundo supone únicamente la existencia de un interés cualificado respecto de la legalidad de los actos impugnados, interés que proviene de la afectación a la esfera jurídica del individuo, ya sea directa o derivada de su situación particular respecto del orden jurídico.

La jurisprudencia número 2a./J. 142/2002, emitida por la Segunda Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, publicada en el Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, novena época, tomo XVI, diciembre de 2002, materia administrativa, página 242, del rubro y texto siguientes:

INTERÉS LEGÍTIMO, NOCIÓN DE, PARA LA PROCEDENCIA DEL JUICIO ANTE EL TRIBUNAL DE LO CONTENCIOSO ADMINISTRATIVO DEL DISTRITO FEDERAL.

De acuerdo con los artículos 34 y 72, fracción V, de la Ley del Tribunal de lo Contencioso Administrativo del Distrito Federal, para la procedencia del juicio administrativo basta con que el acto de autoridad impugnado afecte la esfera jurídica del actor, para que le asista un interés legítimo para demandar la nulidad de ese acto, resultando intrascendente, para este propósito, que sea, o no, titular del respectivo derecho subjetivo, pues el interés que debe justificar el accionante no es el relativo a acreditar su pretensión, sino el que le asiste para iniciar la acción. En efecto, tales preceptos aluden a la procedencia o improcedencia del juicio administrativo, a los presupuestos de  admisibilidad de la acción ante el Tribunal de lo Contencioso Administrativo; así, lo que se plantea en dichos preceptos es una cuestión de legitimación para ejercer la acción, mas no el deber del actor de acreditar el derecho que alegue que le asiste, pues esto último es una cuestión que atañe al fondo del asunto. De esta forma resulta procedente el juicio que intenten los particulares no sólo contra actos de la autoridad administrativa que afecten sus derechos subjetivos (interés jurídico), sino también y de manera más amplia, frente a violaciones que no lesionen propiamente intereses jurídicos, ya que basta una lesión objetiva a la esfera jurídica de la persona física o moral derivada de su peculiar situación que tienen en el orden jurídico, de donde se sigue que los preceptos de la ley analizada, al requerir un interés legítimo como presupuesto de admisibilidad de la acción correspondiente, también comprende por mayoría de razón al referido interés jurídico, al resultar aquél de mayores alcances que éste.

La tesis número III.5o.C.31 K, emitida por el Quinto Tribunal Colegiado en Materia Civil del Tercer Circuito, publicada en el Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, novena época, tomo XXXI, junio de 2010, materia común, página 931, del rubro y texto siguientes:

INTERÉS JURÍDICO. CARECE DE ÉL UNA ASOCIACIÓN DE VECINOS PARA LA DEFENSA DE DERECHOS AMBIENTALES COMO TERCERA EXTRAÑA A UN JUICIO INTERDICTAL.

De acuerdo con la doctrina y la jurisprudencia el interés jurídico presupone la existencia de un derecho subjetivo protegido por la ley, que es violado o desconocido, con lo cual se infiere un perjuicio a su titular, facultándolo para acudir ante los órganos jurisdiccionales a demandar que esa transgresión cese; en tanto que el interés legítimo es una situación jurídica activa por relación a la actuación de un tercero y sin implicar, a diferencia del derecho subjetivo, una obligación correlativa de dar, hacer o no hacer exigible de otra persona, pero sí la facultad del interesado de exigir ante la administración pública el respeto al ordenamiento jurídico y, en su caso, una reparación de los perjuicios que de esa actuación deriven. En ese contexto, una agrupación vecinal legalmente constituida carece de interés jurídico al pretender sea oída en el proceso de origen, apoyándose en que el inmueble controvertido se encuentra en una zona protegida por las normas locales y que la demolición de la obra cuestionada causará un menoscabo al derecho que tienen sus integrantes a vivir en un ambiente adecuado para su desarrollo y bienestar, dado que únicamente la legitima a defenderlos ante las autoridades administrativas, confirmándose este punto de vista con las modificaciones que se pretenden a la Ley de Amparo, entre otras, la referente a que el interés legítimo resulte bastante para ejercitar la acción constitucional, exceptuándose los supuestos en que los actos provengan de un expediente sustanciado ante los Jueces o tribunales.


[1] GÓMEZ LARA, Cipriano, Teoría General del Proceso, 10ª ed., México, Oxford University Press, 2004, p. 215.

[2] Ibídem, p. 216.

[3] Ibídem, p. 216.

[4] Ibídem, p. 215.

[5] ARMIENTA CALDERÓN, Gonzalo M., Teoría General del Proceso. Principios, Instituciones y Categorías Procesales, 2ª ed., México, Editorial Porrúa, 2006, p. 157.

[6] OVALLE FAVELA, José, Teoría General del Proceso, 6ª ed., México, Oxford University Press, 2005, p. 269

[7] ARMIENTA CALDERÓN, Gonzalo M. op. cit., p. 158.

[8] OVALLE FAVELA, José, op. cit., p. 268.

[9] ARELLANO GARCÍA, Carlos, Teoría General del Proceso, 12ª ed., México, Editorial Porrúa, 2002, p. 168.

[10] FIX-ZAMUDIO, Héctor y Eduardo FERRER MAC-GREGOR, Derecho de Amparo, México, Editorial Porrúa, 2011, p.  127

[11] RUÍZ TORRES, Humberto Enrique, Curso General de Amparo, prólogo de José Ovalle Favela, México, Oxford University Press, 2007, p. 170.

[12] CASTRO LOZANO, Juan de Dios, Las Partes en el Juicio de Amparo, 1ª reimp., México, Fondo de Cultura Económica, 2007, p. 129.

[13] CHÁVEZ CASTILLO, Raúl, Derecho Procesal de Amparo, prólogo de Juan Antonio Díez Quintana, 3ª ed., México, Editorial Porrúa, 2010, p. 13.

[14] FIX-ZAMUDIO, Héctor y Eduardo FERRER MAC-GREGOR, loc. cit.

[15] GARCÍA ROJAS, Jorge Gabriel, citado por GUDIÑO PELAYO, José de Jesús, Introducción al Amparo Mexicano, 3ª ed., México, Noriega Editores, 2008, p. 181.

[16] RUÍZ TORRES, Humberto Enrique, op. cit., p. 172.

[17] Artículo 5. Los Estados deben reconocer a los extranjeros, domiciliados o transeúntes en su territorio, todas las garantías individuales que reconocen a favor de sus propios nacionales y el goce de los derechos civiles esenciales, sin perjuicio en cuanto concierne a los extranjeros, de las prescripciones legales relativas a la extensión y modalidades del ejercicio de dichos derechos y garantías.

[18] Artículo 11. En cualquier caso, independientemente de su situación migratoria, los migrantes tendrán derecho a la procuración e impartición de justicia, respetando en todo momento el derecho al debido proceso, así como a presentar quejas en materia de derechos humanos, de conformidad con las disposiciones contenidas en la Constitución y demás leyes aplicables.

En los procedimientos aplicables a niñas, niños y adolescentes migrantes, se tendrá en cuenta su edad y se privilegiará el interés superior de los mismos.

[19] PALLARES, Eduardo, citado por GUDIÑO PELAYO, José de Jesús, op. cit., p. 346.

[20] Ibídem, p. 347.

[21] Ídem.

[22] RUIZ TORRES, Humberto Enrique, op. cit., p. 135.

[23] Ibídem, p. 136.

LA CONSTITUCIÓN PARTICULAR

A. Introducción

El tema que nos ocupa, atinente a la existencia de un Derecho Constitucional local, es ─hoy día─ uno de tantos que se encuentra en estado latente en busca de salir a la pizarra a por una solución satisfactoria. Tan está indiscutido el tema relativo a sí existe un Derecho Constitucional local que la bibliografía atinente a dicho tópico es casi ─en nuestro país­─ inexistente.

Aún resuenan en nuestros oídos las palabras contundentes y estremecedoras de Máximo N. Gámiz Parral[1] quien con su inconfundible estilo sentencia que en México, a estas fechas, el estudio de cada uno de los aspectos constitucionales de las entidades federativas ha sido completamente olvidado por los doctrinarios mexicanos, quienes enfocan todos sus esfuerzos en torno a la explicación de cada uno de los problemas de la Constitución general y sus instituciones, pero poco dicen respecto a los problemas del constitucionalismo local.

Creemos que la razón por la cual la doctrina contemporánea mexicana se niega a abrir los ojos a tan acuciosa y apremiante temática radica ─básicamente─ en el irresuelto problema relativo a la afirmación de la existencia o no de las Constituciones particulares (también conocidas como Constituciones locales) como tales, es decir, en tanto que Constituciones.

Reformulemos lo anterior en forma de una interrogante: ¿son las Constituciones locales verdaderas Constituciones? Las posturas contestadoras a esta pregunta aparte de ser escazas no son unánimes, pues oscilan entre los siguientes extremos pendulares: a) sí son Constituciones y, por ende, tienen un especial régimen jurídico y político, además de gozar de supremacía e inviolabilidad y b) no son Constituciones en razón de que las entidades federativas no son ni libres ni soberanas, sino que se encuentran, primeramente, subordinadas al Estado federal y, en segundo lugar, a las decisiones contenidas en la Constitución federal (también llamada Constitución general).

B. La Constitución local como Constitución normativa

Como apuntábamos, el problema estriba en determinar si acaso la Constitución local (particular) es en verdad una Constitución.

La respuesta, dice Covián Andrade[2], a dicha interrogante está concatenada a lo que deba entenderse por Constitución, o dicho en términos menos escuetos, saber qué es una Constitución (así, a secas, sin calificativos tales como general o particular) nos permitirá dilucidar si acaso existen Constituciones locales (particulares).

Nosotros hemos adoptado una concepción (teórica) global e integradora de la Constitución con la cual intentamos superar las visiones parciales que ven o sólo la realidad factual (económica, política, sociológica, histórica, etcétera) de una determinada sociedad, o bien, sólo su dimensión jurídica, escatimando las múltiples realidades que ella engloba.

Hemos entendido, como quedó escrito en apartados anteriores, por Constitución la expresión de la manera de ser del Estado en tanto realidad social enclavada en la naturaleza de las cosas ─entelequia─.

Esta definición, apuntábamos, se imbrica esencialmente en el conocimiento cierto de varios puntos que ya fueron reseñados, pero que, esencialmente, se reducen al conocimiento de lo qué es el Estado y lo qué es el Derecho.

Bajo las anteriores acometidas y sin más explicaciones es visiblemente evidente que las Constituciones locales no son Constituciones pues no son la expresión de la configuración del Estado[3], sino, como apunta Covián Andrade, “[…] la Constitución de cada entidad federativa está expresada normativamente en toda la Constitución federal […]”[4]

Lo anterior, empero, no niega la existencia de un Derecho constitucional local ni la de un Derecho procesal constitucional local ni la de un Derecho constitucional procesal local.

La norma constitucional, es decir, la Constitución normativa general mexicana, en cuanto normativa, establece normas dirigidas a las entidades federativas y, en consecuencia, prevé el Derecho constitucional ─según un criterio formalista voluntarista─ propio de las entidades federativas; dicho de otra forma, la Constitución general prevé la organización de las entidades federativas, por tanto, dichas normas atinentes a las entidades federativas forman el Derecho Constitucional local.

Además, si bien es cierto el nomen iuris no hace a la cosa, lo cierto es que, desde una perspectiva meramente jurídica (con tendencia formalista legalista) esas denominadas Constituciones locales cumplen con una función constituyente (entendida como la hace Rolando Tamayo y Salmorán[5]) en cuanto «constituyen» la norma que condiciona la «constitución» de materiales jurídicos (leyes locales, reglamentos locales, jurisprudencia local, sentencias que dictan los jueces locales, los contratos entre particulares regidos por leyes locales, y un muy amplio etcétera); es decir, en cuanto se «constituyen» en el fundamento último de validez de las normas que integran un determinado orden jurídico local así como en el criterio de identidad y pertenencia de las normas que integran dicho orden jurídico, son constituciones.

Entonces, en este sentido ─meramente jurídico­─ dichas constituciones locales son verdaderas Constituciones, amén de que en un sistema federal como el nuestro, sustentada en la competencia autónoma de creación normativa, las entidades federativas necesitan un fundamento que establezca la forma de producir el Derecho así como la organización política de los órganos locales; en tal virtud, la Constitución particular opera como una verdadera Constitución normativa.

Además, según el decir de Elisur Arteaga Nava, en virtud del sistema federal coexisten dos fuentes de autoridad: una, la central, tradicionalmente llamada «poderes federales», y la otra, las locales, creadas por las propias entidades federativas.

Los dos órdenes coextensos deben su creación y están regulados en su organización cuanto en su funcionamiento en la Constitución general. En tal razón, la función de gobernar ha sido confiada por la Constitución a dos órdenes coextensos e interrelacionados de idéntica jerarquía[6], quienes realizan una función de cogobierno.

Esto lleva a afirmar a Elisur Arteaga Nava[7] que “La constitución general y las particulares de los estados tienen mucho en común. Los elementos teóricos y las instituciones de aquélla, se dan en las cartas locales.” Asimismo, las constituciones locales, en su respectivo ámbito, no hacen otra cosa que, dicho técnicamente, ejercer la facultad de reglamentar la Constitución general.

Dicha «facultad de reglamentar» la Constitución general que tienen las entidades federativas, según el propio autor, está ceñida a las siguientes limitantes: “[…] sólo la ejercitan si se ha expedido una constitución general; no se puede contravenir a ésta en la reglamentación; sólo puede hacerlo la rama legislativa estatal; está subordinada a lo dispuesto en la general; debe hacerse operante el germen que en la constitución existe respecto a las instituciones estatales.”[8]

Apunta el citado autor que, además de lo anterior, con base en el principio de autonomía, regulador de la existencia y el funcionamiento de las entidades federativas, no hay impedimento constitucional para que los legisladores locales, en uso de su facultad constituyente, excedan, sin contrariarla, a la Constitución general. Por tanto, las entidades federativas pueden crear cuantos órganos, según sus necesidades, consideren indispensables[9].

Respecto a las ideas de Arteaga Nava, Diego García Ricci (p. 121) hace las siguientes interrogantes:

Al definir el autor citado [se refiere a Arteaga Nava] como ‘reglamentaria’ la facultad que tienen los estados de la unión de dictarse su propia constitución, surgen algunas dudas como el por qué escogió la denominación ‘reglamentaria’. No queda claro si el autor considera a la constitución local como un reglamento constitucional para el ámbito estatal y en este sentido, qué debería entenderse por ese ‘supuesto’ reglamento. Una posibilidad es que haya querido referirse a esa naturaleza subyacente que hay en toda ley reglamentaria, de detallar una ley (la constitución general) sin poder ir más allá de ella. Sin embargo, ello se contrapondría entonces con el argumento de que las constituciones locales pueden ser creativas en virtud de la facultad residual prevista en el artículo 124 de nuestra Carta Magna. Tal vez la voz ‘reglamentaria de la general’ simplemente alude a que las constituciones locales tienen límites previstos en la federal.

Nos parecen acertados los cuestionamientos que hace García Ricci a las palabras de Arteaga Nava por lo que tenemos que hacer algunas precisiones.

Consideramos que Arteaga Nava no utiliza la expresión reglamentaria en su sentido netamente técnico ─a pesar de que él así lo afirma─ sino más bien en un sentido lato; es decir, si lo usara en su sentido técnico restringido, las Constituciones particulares estarían sujetas a los principios de reserva de ley y subordinación jerárquica, tal cual son definidos en jurisprudencia por los Ministros de la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación:

[…] El principio de reserva de ley […] prohíbe que en el reglamento se aborden materias reservadas en exclusiva a las leyes del Congreso, como son las relativas a la definición de los tipos penales, las causas de expropiación y la determinación de los elementos de los tributos, mientras que el principio de subordinación jerárquica, exige que el reglamento esté precedido por una ley cuyas disposiciones desarrolle, complemente o pormenorice y en las que encuentre su justificación y medida.[10]

Asimismo, si estrictamente fuera una facultad reglamentaria tendría las limitaciones que dicha facultad tiene, y las cuales, según jurisprudencia definida de los ministros de la Segunda Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, consisten en “[…] la ejecución de la ley, desarrollando y completando en detalle sus normas, pero sin que, a título de su ejercicio, pueda excederse el alcance de sus mandatos o contrariar o alterar sus disposiciones, por ser precisamente la ley su medida y justificación.”[11]

Sin embargo, como el propio Elisur Arteaga lo señala, las entidades federativas pueden exceder, sin contrariar, a la Constitución general en virtud del principio de autonomía que las rige, sin por ello incurrir en una insubordinación o excederse en el ejercicio de dicha facultad reglamentaria. Por tanto, por «facultad reglamentaria» de las entidades federativas no debemos entender a ésta en sus sentidos rigurosamente técnicos, sino en un sentido parcial; es decir, entendida como la posibilidad de desarrollar un ordenamiento, específicamente la Constitución general, pero nada más. Por tanto, las entidades federativas no están sujetas irrestrictamente a la no superación del orden reglamentado, por lo que pueden hacerlo siempre y cuando dicho exceso no contradiga lo establecido en la Constitución general.

Hechas las precisiones anteriores, nos parecen admisibles las palabras del máximo teórico del constitucionalismo local.


[1] Derecho Constitucional…, p. 279.

[2]Teoría…, Volumen segundo, p. 387.

[3] Las entidades federativas no son Estados.

[4] Teoría…, Volumen segundo, p. 389.

[5] “De lo anteriormente expuesto puedo concluir que todos los actos jurídicos realizan una función constitutiva o constituyente con respecto del material jurídico que le sucede. En todas las etapas del proceso escalonado de creación jurídica se presenta la misma relación condicional de determinación entre un acto jurídico constituyente y el material jurídico constituido.

De lo anteriormente expresado se puede concluir que la constitución (de un orden jurídico positivo) no es una cosa sino una función.” Introducción…, p. 257.

[6] De aquí la incorrección de la superioridad pretendida por el artículo 133, según una correcta intelección teleológica e histórica, del derecho federal sobre el local.

[7]Derecho…, p. 468.

[8] Ídem.

[9] Caso del órgano superior de fiscalización en el Estado de México.

[10] FACULTAD REGLAMENTARIA DEL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA. PRINCIPIOS QUE LA RIGEN. Suprema Corte de Justicia de la Nación, Primera Sala, Jurisprudencia, Materias: Constitucional y Administrativa, Novena Época,Fuente: Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, XXVI, Septiembre de 2007, Tesis: 1a/J. 122/2007, Página: 122, No. Registro: 171,459.

[11] FACULTAD REGLAMENTARIA. SUS LÍMITES, Suprema Corte de Justicia de la Nación, Segunda Sala, Jurisprudencia, Materia: Administrativa, Novena Época, Fuente: Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, II, Septiembre de 1995, Tesis: 2a/J. 47/95, Página: 293, No. Registro: 200,724.

CRÍTICA AL ARTÍCULO 87 DE LA LEY FEDERAL DEL DERECHO DE AUTOR

CRÍTICA AL ARTÍCULO 87 DE LA LEY FEDERAL DEL DERECHO DE AUTOR

Algún sector de la doctrina está en la creencia de que el artículo 87 de la Ley Federal del Derecho de Autor reconoce un aspecto patrimonial (o económico) del derecho a la imagen de “cualquier persona”.

Lo anterior es falso pues el primer párrafo del artículo 87 de la referida ley no trata de los derechos patrimoniales de cualquier persona, sino de los derechos de la personalidad de las personas en su relación con los fotógrafos o retratistas.

Lo anterior resulta de interpretar el artículo 87 de la Ley Federal del Derecho de Autor no de manera arbitraria, aislada y asistemáticamente, sino atendiendo, primeramente, al texto literal del propio artículo; en segundo lugar, al lugar donde está inserto; en tercer lugar, a su relación con todo el sistema y, por último, al fin global de la citada ley, es decir, su teleología expresada en el artículo 1º.

El artículo 87 señala textualmente:

Artículo 87.- El retrato de una persona sólo puede ser usado o publicado, con su consentimiento expreso, o bien con el de sus representantes o los titulares de los derechos correspondientes. La autorización de usar o publicar el retrato podrá revocarse por quien la otorgó quién, en su caso, responderá por los daños y perjuicios que pudiera ocasionar dicha revocación.

Cuando a cambio de una remuneración, una persona se dejare retratar, se presume que ha otorgado el consentimiento a que se refiere el párrafo anterior y no tendrá derecho a revocarlo, siempre que se utilice en los términos y para los fines pactados.

No será necesario el consentimiento a que se refiere este artículo cuando se trate del retrato de una persona que forme parte menor de un conjunto o la fotografía sea tomada en un lugar público y con fines informativos o periodísticos.

Los derechos establecidos para las personas retratadas durarán 50 años después de su muerte.

El artículo 87 de la Ley Federal del Derecho de Autor está inserto en el capítulo II, denominado “De las obras fotográficas, plásticas y gráficas”, del Título  IV, nominado “De la protección al Derecho de Autor”.

El fin o teleología específica de la Ley Federal del Derecho de Autor, como está explicitado en el propio artículo 1º y al que obedece toda la regulación de la Ley, es tutelar los derechos de los autores respecto de sus obras.

Visto todo lo anterior, respecto del artículo 87 de la Ley Federal del Derecho de Autor podemos decir lo siguiente:

 

A. RESPECTO DEL PRIMER PÁRRAFO

En el primer párrafo del artículo 87 de la Ley Federal del Derecho de Autor, cuando el legislador utilizar la frase “retrato de una persona”, gramaticalmente es posible interpretar tal expresión en dos sentidos: a) entender al retrato como obra del retratista, es decir, en este sentido se atribuye a una persona la creación de la obra retrato, y b) entender la expresión como aludiendo al sujeto retratado, es decir, la expresión haría referencia no al retratista y su obra, sino meramente al sujeto que se va a retratar o sujeto retratado.

Cada uno de estos dos sentidos tiene alcances diferentes, pues en el primero, el autor sería sujeto de la Ley Federal del Derecho de Autor y, por consiguiente, gozaría de las prerrogativas y privilegios, en sus aspectos morales y patrimoniales, que la creación de su obra le produciría.

Así entonces, los alcances que tendría el primer párrafo, si tomamos la expresión “retrato de una persona” en el primer sentido apuntado, serían los siguientes:

a)   Los derechos patrimoniales de la obra, la cual  consiste, precisamente en un “retrato”, sólo pueden ser explotados por su “autor” con su asentimiento o con el de sus causahabientes. Lo anterior así, pues si bien el texto señala como sujetos legitimados para autorizar la difusión del retrato a los representantes del autor, jurídicamente el asentimiento se imputaría no a éstos, sino al propio autor. Por tanto, resulta una redundancia innecesaria;

b)   La autorización dada por el autor o sus causahabientes es revocable en cualquier momento, empero, responderán por los daños y perjuicios que tal revocación pudiere ocasionar.

Por su parte, entendida la expresión “retrato de una persona” en el segundo de los sentidos apuntados, esto es, como el sujeto retratado o a retratar, implicaría dicho artículo el reconocimiento no de los derecho patrimoniales de la imagen, como pretenden incorrectamente algunos abogados y algún sector de la doctrina, sino la tutela o el reconocimiento, en la Ley Federal del Derecho de Autor, de los  derechos a la intimidad y, en su caso, a la presencia estética o imagen personal, del sujeto retratado; es decir, la Ley Federal del Derecho de Autor, bajo esta interpretación, estaría reconociendo los derechos de la personalidad del sujeto retratado y, en esta tesitura, tales derechos constituirían, propiamente, parte del patrimonio moral del sujeto y, por ello, se tendrían por el hecho de ser persona, serían oponibles erga omnes, existiría un deber universal de respeto hacia ellos, no serían susceptibles de “valoración económica”, serían inalienables, serían imprescriptibles, serían inembargables y serían irrenunciables.

Cabe señalar que los derechos de la personalidad a la intimidad y a la presencia estética o imagen personal del sujeto “retratado o a retratar” que tutelaría la Ley Federal del Derecho de Autor, bajo esta perspectiva o segundo sentido, no estarían sujetos a una tutela general o amplia respecto de cualquier violación, es decir, la ley no reconocería de manera general el inviolable derecho que tiene toda persona a que se le respete su intimidad (y ligado a esto último, la difusión de su presencia estética) respecto de cualesquier personas, sino, y de manera particular y específica, respecto de un sujeto en particular: el autor de obras fotográficas o retratos. Es decir, el derecho que reconocería la Ley Federal del Derecho de Autor sería más bien una prohibición a los autores de obras fotográficas, plásticas y gráficas para no retratar a una persona sin la debida autorización de ésta.

Esta segunda postura, por cierto, es la apoyada por los doctrinarios, como Domínguez Martínez (p. 274) quien al respecto afirma:

El derecho a la imagen pretende respeto a la esfera íntima y personalísima del sujeto y permite a éste impedir que su imagen sea explotada comercialmente sin su asentimiento. …Los artículos 86 y 87 de la Ley Federal del Derecho de Autor son manifestaciones de lo anterior.

Así entonces, los alcances que tendría el primer párrafo del artículo 87 de la Ley Federal del Derecho de Autor, bajo este segundo sentido, es decir, tomada la expresión “retrato de una persona” como el sujeto retratado, serían los siguientes:

a)   El sujeto retratado tiene derecho a negarse a que su imagen sea difundida; en todo caso, para que el autor del retrato pueda difundirla requiere de la autorización de aquél, quien, a más, puede revocarla en cualquier momento, respondiendo, por tanto, de los daños y perjuicios que la revocación ocasionara.

b)   Como los derechos de la personalidad son inalienables, es decir, es imposible legalmente enajenarlos o transmitirlos, no habría lugar a hablar de “titulares de los derechos correspondientes”, por lo que la mención atinente sería una afirmación inútil.

c)   Los términos “usar o publicar” deben ser utilizados en su sentido común o vulgar, esto es, “usar” como “hacer servir una cosa para algo”, y “publicar” como “hacer patente y manifiesto al público algo o revelar o decir lo que estaba secreto u oculto y se debía callar”. De lo contrario, y utilizados en su sentido técnico, sería incongruente la oración, pues las palabras utilizar o publicar implicarían el ejercicio de los derecho patrimoniales ya por el autor del retrato mismo, o ya por los causahabientes del autor. Es decir, el supuesto normativo tendría como sujetos al Autor o a sus causahabientes, y por objeto a los Derechos Patrimoniales. Empero, bajo la perspectiva en revisión, tal hipótesis normativa no es admisible pues el sujeto retratado no tiene derechos patrimoniales en razón de que no es autor de obra alguna ni puede ser considerado autor, ni bajo la perspectiva de autor en colaboración (artículo 4º, Inciso D, Fracción II) ni bajo la perspectiva de autor colectivo (artículo 4º, Inciso D, Fracción III). Sencillamente la Ley Federal del Derecho de Autor no le reconoce la calidad de autor porque no lo es. El autor, en todo caso, en tratándose de obras fotográficas, plásticas y gráficas, lo es, ya el artista plástico, ya el fotógrafo.

d)   La segunda oración del propio párrafo, es decir, la que trata de la autorización para usar o publicar el “retrato”, bajo esta perspectiva, tendría que interpretarse como que el autor del retrato  no podría “válidamente” usar o publicar el retrato (como obra ya hecha, es decir, ya creada) del sujeto retratado sin autorización de éste, pues de lo contrario violaría, no el derecho patrimonial de la imagen, que no hay tal en el artículo en revisión, sino los derechos de la personalidad relativos a la intimidad y presencia estética o imagen personal del sujeto retratado. De igual forma, las palabras usar y publicar no podrían ser interpretadas en su sentido técnico, sino en su sentido vulgar o común.

Por tanto, y visto lo anterior, ¿cuál de las dos sentidos que la interpretación gramatical nos brinda debe prevalecer?

Atendiendo al lugar en que está inserto el artículo 87, esto es, dentro del capítulo II, denominado “De las obras fotográficas, plásticas y gráficas”, del Título  IV, nominado “De la protección al Derecho de Autor”, así como a los preceptos que le anteceden y que le siguen, el artículo 87, primer párrafo, debe interpretarse, creemos, en el segundo sentido de los apuntados, es decir, como una limitación al Autor de fotografías, pinturas o esculturas, para no retratar a una persona sin la autorización de ésta, pues de lo contrario violaría los derechos de la personalidad del sujeto retratado.

La anterior interpretación es congruente, a más, con el enfoque que lleva la ley, pues en sus artículos 85 y 86 va tratando supuestos jurídicos en donde el sujeto de tales hipótesis es, precisamente, el Autor.

De igual forma, la aludida interpretación es congruente con el objeto y los sujetos de la Ley, pues ésta no tiene como fin tutelar los derechos de la personalidad de las personas, cualesquiera que ellas sean, sino, y como lo señala el propio artículo 1º de la Ley Federal del Derecho de Autor, la regulación del régimen jurídico al que están sujetos los Autores y sus obras.

En suma, lo que dice el legislador ─y permítasenos el recurso discursivo ─ en tal artículo es lo siguiente: Tú, Autor de retratos, no puedes libremente y a tu antojo retratar a quien quieras, pues con tal acción pones en peligro los derechos a la intimidad y presencia estética del sujeto al que retratas. Por tanto, para que no violes tales derechos, te impongo como deber la obtención de la autorización del sujeto retratado. Sin embargo, en el caso de que el sujeto retratado en un momento dado revoque su autorización ─lo cual puede hacer pues el derecho a la intimidad y presencia estética son netamente suyos─ pues tú, autor del retrato, tendrás derecho a exigir al sujeto que revocó su asentimiento te pague los daños y perjuicios que te haya generado.

Por tanto, y dado que la anterior interpretación puede desprenderse de su análisis gramatical, sistemático y es congruente con los fines específicos de la Ley Federal del Derecho de Autor (la regulación jurídica del régimen al que están sujetos los autores y sus obras), podemos concluir que en este primer párrafo se regulan supuestos, objetos y sujetos específicos:

a)   el supuesto es que para hacer del conocimiento del público el retrato de una persona, antes hay que pedir su autorización para no violar sus derechos de la personalidad relativos a su intimidad e imagen personal;

b)   el sujeto a quien se dirige la norma es el propio Autor, y

c)   el objeto que tutela la norma son los derechos de la personalidad relativos a la intimidad e imagen personal del sujeto retratado.

Sin embargo, debemos señalar que esta interpretación presenta un problema grande: la expresión “los titulares de los derechos correspondientes”.

La interpretación que sostenemos prácticamente deroga la mención señalada, contraviniendo, en consecuencia, la regla básica relativa a que una ley no puede ser desconocida por práctica ni costumbre en contrario y que ésta sólo pierde su vigencia y obligatoriedad hasta que es derogada.

De lo anterior queda, pues, más que evidenciada la enorme problemática que la susodicha expresión vino a introducir.

Si efectivamente el artículo 87 de la Ley Federal del Derecho de Autor trata de la vindicación del derecho a la intimidad o el deber jurídico de los autores de no divulgar la imagen visual de otro sujeto sin la anuencia de éste, resulta que la mención en referencia es contradictoria con ésta interpretación, pues, como hemos señalado, si se trata de un derecho de la personalidad, el mismo es, valga la redundancia, personalísimo y, por ello, no puede ser enajenado ni transmitido.

Por el contrario, si aceptáramos la interpretación relativa a que el párrafo primero del artículo 87 de la Ley Federal del Derecho de Autor regula la parte patrimonial de los derechos derivados de la obra, tal interpretación entra en franco conflicto con los párrafos subsecuentes, pues los mismos, como veremos más adelante, hacen una fuerte alusión a los sujetos retratados y, por ende, conducen a considerar que el artículo es más una limitación a los autores y una protección a los sujetos retratados.

Ahora bien, dado el lugar en el que está inserto y de una revisión sistemática y teleológica del artículo y de la ley, sostenemos nuestra postura relativa a que el precepto establece una protección a los derechos de la intimidad de los sujetos retratados y, por consiguiente, estimamos como errónea la inclusión de la expresión “los titulares de los derechos correspondientes”; más bien creemos que el legislador incurrió en una confusión y erróneamente sostuvo que los derechos de la personalidad pueden ser cesibles o, en su caso, que el sujeto retratado participa en la creación de la obra y, por ende, tiene derechos patrimoniales sobre la misma.

Para terminar con este apartado, debemos señalar que la última consideración apuntada (la de los derechos patrimoniales del sujeto retratado) es francamente incongruente con todo el sistema que siguió el legislador en la ley y, además, con la doctrina nacional y extranjera, pues es un hecho ya aclarado que el autor es el que imprime su actividad intelectual, emocional, psicológica, etcétera, en la creación de la obra y que el sujeto retratado es, sencillamente, sólo eso, el sujeto que se torna en el objeto del retrato.

 

B. EN CUANTO A LOS RESTANTES PÁRRAFOS

El resto del artículo 87 de la Ley Federal del Derecho de Autor, congruente con el primero de los párrafos del precepto señalado, regula hipótesis que giran en torno a los derechos de la personalidad del sujeto retratado.

Mención especial merece el párrafo segundo, pues parecería que éste regula lo que los doctrinarios llaman right of publicity, y el cual básicamente consiste en que

Si se celebra un contrato de patrocinio (sponsorship), y el patrocinado permite la explotación comercial de su imagen durante un período de tiempo, es lógico interpretar que ha renunciado ─o limitado─ a su facultad de revocar el consentimiento en cualquier momento y que no puede hacerlo durante el plazo pactado en el contrato. (Noetinger, Matias F., Derechos de Propiedad Industrial y de Imagen con Referencias al Ámbito del Fútbol, Buenos Aires, Arestra, 2005, pp. 62 y 63)

Lo anterior, como decíamos, parecería estar regulado en el segundo párrafo del artículo 87 de la Ley Federal del Derecho de Autor, el cual, señala lo siguiente:

Cuando a cambio de una remuneración, una persona se dejare retratar, se presume que ha otorgado el consentimiento a que se refiere el párrafo anterior y no tendrá derecho a revocarlo, siempre que se utilice en los términos y para los fines pactados.

Sin embargo, en razón de que el artículo 87 está destinado no a los patrocinadores, no a los modelos, ni siquiera a los empresarios, sino más bien a los autores, resulta inaplicable al caso concreto.

El segundo párrafo del artículo 87 de la Ley Federal del Derecho de Autor, en la misma tesitura que el primero, regula, también, el derecho a la personalidad relativo a la intimidad de las personas y, por ello, debe ser interpretado de la siguiente manera: Los sujetos que hayan recibido una remuneración para dejarse retratar autorizan que su intimidad sea exhibida, siempre y cuando la obra del retratista o retrato sea utilizada para los fines pactados. Caso contrario, podrá oponerse a la exhibición del retrato en razón de que atenta contra su derecho de intimidad.

Como se puede apreciar, en esta hipótesis, a diferencia de la del primer párrafo, por virtud del contrato que celebran tanto el sujeto retratado como el autor, el primero no puede revocar su consentimiento, pues de hacerlo, se violaría el principio de indisponibilidad de los contratos, esto es, el principio que afirma que la ejecución y cumplimiento de los contratos no puede dejarse a una de las voluntades de los contratantes.

Por lo anterior, el segundo párrafo del artículo 87 de la Ley Federal del Derecho de Autor no regula, tampoco, el supuesto que maneja el autor Matias Noetinger.

Empero, cabe señalar que aún el supuesto que maneja el  autor citado puede ser reconducido a un régimen jurídico no tan adulterado y complicado como el que maneja dicho autor, quien incorrecta y artificialmente cree que la imagen puede ser tornada en una cosa “patrimonial”.

En una interpretación más simple de dicha realidad y apegada a las reglas básicas de los contratos, podemos sostener que cuando una persona asume la obligación de alterar su imagen para difundir un mensaje u objeto divulgable, propiamente asume obligaciones de hacer o no hacer, en su caso, tal y como lo hemos hecho ver en la primera parte de éste trabajo.

Lo anterior explica que, en razón de la existencia del “contrato” ─y no tanto de la cesión de la cosa-imagen, que no la hay─ las partes de ese contrato no pueden de manera unilateral atentar contra los términos del contrato, pues éstos obligan, según disposición expresa de los artículos 1,796 y 1,832 del Código Civil Federal, en la manera y términos en que aparezca que las partes quisieron obligarse (pacta sunt servanda).

Por tanto, es más que evidente que las partes deben cumplir con el contrato en los términos en que hayan quedado de acuerdo.

Esto último explica, además, el porqué no puede una parte revocar válidamente su consentimiento, pues de hacerlo, dispondría unilateralmente de la eficacia y validez del contrato, violando el artículo 1,797 del Código Civil Federal que reza “La validez de los contratos no puede dejarse al arbitrio de uno de los contratantes” y, por ello, incurriría en responsabilidad civil por incumplimiento del contrato.

Vistas así las cosas, y en tratándose del contrato de sponsorship o patrocinio, tomando en cuenta que éste es un contrato, resulta que le son aplicables por igual las reglas contenidas en los artículos 1,796, 1,832 y 1,797 del Código Civil Federal.

Así entonces resulta falso que por virtud de los contratos de mérito (como el de patrocinio) una de las partes aliene su imagen-cosa y que por tal no pueda revocar su consentimiento ni celebrar otro contrato, pues vistos tales contratos desde la perspectiva correcta, esto es, tomando en cuenta que el objeto de tales contratos son conductas y que como contratos están sujetos al principio de obligatoriedad y al de indisponibilidad unilateral, queda más que explicado el porqué no es posible, “válidamente”, la revocación del consentimiento.

Pero ¿Qué pasaría si a pesar de existir en los tales contratos una cláusula que prohibiera celebrar otro contrato para fines semejantes ─publicitar marcas─ tal cláusula no fuere respetada y se celebrare otro? Pues lo único que sucedería sería una violación del primer contrato que daría lugar a que la otra parte tuviere derechos a rescindirlo o a cobrar los daños y perjuicios que se generasen por la violación a la tal restricción.

LA PERSONA RETRATADA NO PUEDE SER CONSIDERADA AUTORA DEL RETRATO

Para terminar con este trabajo, podemos afirmar que la persona retratada o fotografiada no es la autora del retrato.

Entiéndase bien lo anterior, el sujeto que es retratado no es el autor de la obra; el autor de la obra es el retratista pues es éste quien, de manera personal, ejecuta el acto de creación, en tanto que es él quien elige el paisaje, la composición, las luces, los colores, los ángulos; es él quien decide, en su mente, qué expresión, qué perfil, qué posición, qué gestos, etcétera, quiere capturar de la persona retratada; es él quien decide qué materiales o aparatos va a utilizar para sacar la fotografía o retrato. En suma: es el retratista quien dirige su actividad intelectual ─la cual implica una actitud aprehensiva, valorativa, sentimental, innovadora y expresiva─ a la creación de la obra. Por tanto, la obra es el resultado del esfuerzo creador del autor.

Entonces, si el sujeto retratado no es el autor de la obra ¿Por qué debe prestar su asentimiento para la difusión de la misma? La respuesta a tal interrogante no puede hallarse en la implicación del sujeto retratado en la autoría del retrato, sino en el derecho a la intimidad.

Toda persona, por el hecho de ser tal, tiene derecho a vivir, dicho grosso modo, libre de intromisiones o indiscreciones ajenas. Lo anterior así pues, la intimidad representa para las personas, según palabras del Doctor Mejan (Derecho a la intimidad y a la información, 2ª ed., México, Porrúa, 1996, p. 87),

“[…] el conjunto de circunstancias, cosas, experiencias, sentimientos, conductas que un ser humano desea mantener reservado para sí mismo, con libertad de decidir a quien le da acceso al mismo, según la finalidad que persiga, que impone a todos los demás la obligación de respetar y que sólo puede ser obligado a develar en casos justificados cuando la finalidad perseguida por la develación sea lícita.”

Por tanto, la justificación que hallamos para que el sujeto retratado otorgue su asentimiento para “la difusión” de su imagen, no es otra que el irrenunciable derecho a decidir quiénes pueden tener acceso a su intimidad. O, y como lo sostuvo la Segunda Sala Civil Regional del H. Tribunal Superior de Justicia del Estado de México,

[El derecho a la intimidad] Protege la proyección psíquica de la imagen plasmada en un retrato o en una cinta fotográfica o en cualquier otro medio similar de reproducción de imagen, merced a que cada persona tiene psicológicamente el derecho de que su efigie sea sólo conocida cuando ella lo desee y no cuando a cualquier persona se le ocurra reproducirla. Es sin duda el derecho de permanecer en el incógnito, en el anonimato [,] sin intromisiones e indiscreciones ajenas.

Sobre un parangón y el sistema acusatorio

Me despierta cierta curiosidad el parangón que hacen los sostenedores del sistema penal acusatorio entre los esclavistas estadounidenses del siglo XVIII y los actuales detractores del referido sistema, y me causa curiosidad pues aquéllos pretenden, con tal paralelismo, zanjar la discusión que la aceptación del sistema plantea.

La comparación, que goza de una “impactante” fuerza persuasiva, a mí, sin embargo, me parece desafortunada.

En efecto, el parangón referido ─en sí mismo─ no constituye un argumento que refuerce la tesis de porqué sí aceptar el sistema acusatorio; por el contrario, vista la alegación desde su emisor y atendiendo a su pretensión, podemos calificarla, banalmente, como una simple falacia ad hominem, dirigida a descalificar a quienes no comulgan con dicho sistema.

Ahora bien, el parangón, que calificamos de desafortunado y que ha sido esgrimido, para nuestra sorpresa, por grandes juristas, puede, por contra, ser revertido y acomodado a otro punto de vista y con una pretensión semejante: descalificar a quienes sostienen el sistema acusatorio.

Es decir, una analogía semejante a la esgrimida por los sostenedores del sistema acusatorio puede hacerse respecto a estos mismos, pues bien podría comparárseles con aquellos que pugnaban por ir a la guerra en Vietnam, aduciendo, a favor de dicha guerra, la conocida “Teoría del Dominó”.

Así, si los primeros, los defensores del sistema, ven en los detractores de éste a los esclavistas norteamericanos del siglo XVIII, ¿qué impide que los detractores vean en aquéllos a los instigadores de la guerra en Vietnam?

Sin embargo, ninguna de las dos analogías aporta nada a la discusión. Simplemente, y a mi parecer, es una absurda desviación del auténtico problema: la idoneidad del sistema penal acusatorio.

Por tanto, hago votos para que la discusión se centre en argumentos y no en meras descalificaciones.

EVOLUCIÓN DEL DERECHO EN MÉXICO. A 200 AÑOS DE LA INDEPENDENCIA

Tratar sobre qué es el Derecho (a secas) es complicado. Ahora, tratar sobre la evolución del Derecho es doblemente complicado. Historiar una categoría que hoy día resulta difícil de definir parece una tarea sino imposible, sí bastante difícil.

¿Qué es el Derecho? Aún vibran en mis oídos aquéllas palabras que pronunciara en mis tiempos de facultad mi otrora profesor de Derecho Romano: ius est ars boni et aequi (el Derecho es el arte de lo bueno y lo equitativo).

La fórmula breve y que parece simple, en sí misma barrunta dos graves problemas: en primer lugar, determinar qué es lo bueno; en segundo lugar, qué es lo equitativo. No es este el lugar para precisar tales categorías ni tampoco son éstas el tema que hoy me toca exponerles a ustedes.

Sin embargo, y como me toca tratar sobre la evolución (sí es que la hay) del Derecho, menester es determinar, antes que todo, qué es, precisamente, el “Derecho”.

El problema que formulo con una pregunta bastante simplona, a segundas vistas resulta ser sumamente complejo. Ya Kant anunciaba, allá por su época (siglo XVIII) que los juristas aún no nos poníamos de acuerdo respecto a qué entender por Derecho.

Y la sentencia kantiana parece cierta. Aún hoy, y pese a que pueda afirmarse con rotundidad el ubi societas ibi ius (donde hay sociedad hay Derecho), el problema de determinar qué es el Derecho sigue llenando bibliotecas.

Dos palabras, y con esto comienzo a correr el velo para presentarles a ustedes al Derecho, han sido utilizadas para referirse a éste: ius y directum. Fácilmente pueden ustedes deducir de cuál de ambos vocablos deriva directamente la voz «Derecho»: directum.

Sin embargo, me permito señalarles que no en todos los lugares ni en todas las épocas el vocablo Derecho ha sido empleado para nombrar al fenómeno jurídico.

Allá en antaño, en las épocas romanas (que han de saber que fueron tres: la monárquica, la republicana y la imperialista) el término utilizado para referir el fenómeno jurídico era ius. Inclusive, la disciplina encargada de estudiar tal ius era conocida como iurisprudentia (jurisprudencia), la cual venía a ser, en palabras de Ulpiano, “divinarum atque humanarum, rerum notitia, iusti atque iniusti scientia”; es decir, el conocimiento de las cosas divinas y humanas así como la ciencia de “lo justo” y de “lo injusto”.

Quiero desde este momento destacar que propiamente toca a la ius scientia o Ciencia del Derecho estudiar “lo justo” y “lo injusto”. También quiero recalcar y llamarles a ustedes la atención desde este momento sobre el empleo de la sustantivación del adjetivo «justo»; es decir, la palabra «justo» no es utilizada simplemente como un adjetivo calificativo (como en la oración Horacio es un hombre justo que paga sus deudas a tiempo), sino que es sustantivada a través de la adición del artículo neutro “lo”, permitiendo que la expresión «lo justo» pueda ser utilizada como si fuera un sustantivo, esto es, como si designara una específica entidad o un específico ser (por ejemplo: lo justo es que tú pagues la cantidad que debes).

Hechas las anteriores advertencias y llamadas de atención puedo ya entrar a la primera parte del tema que me toca exponer hoy: ¿Qué es el Derecho? Y para esto deberé tratar de la justicia y de lo justo.

Sabemos que entre Derecho y justicia existe una íntima relación evidenciada, en primer lugar, en sus orígenes culturales greco-latinos en donde etimológicamente se pone de manifiesto que los vocablos empleados para designar al Derecho ─ius en latín y to daikon en griego─ significan, literalmente, “lo justo” (así, como neutro sustantivado). Por tanto, repetimos, para esclarecer qué es el Derecho es menester determinar qué es la «justicia».

La justicia puede ser considerada de tres formas: como valor, como idea o como hábito. Cada una de éstas implica una diversa  noción de lo jurídico.

Considerar a la justicia como valor deja al Derecho sin esencialidad y lo hace un mero referente de la justicia, ya sea que la realice o la malogre.

Por otro lado, si concebimos a «la justicia como una idea», el Derecho queda como una noción figurativa e idealizada sin correlato en la realidad concreta y, por ello, la noción que nos formemos de éste será la propia de un “[…] híper-racionalismo asfixiante, dogmático, axiomático y suprahistórico[sic], que subordina todo el derecho positivo como a una especia de derecho natural idealizado, sublimado en el laboratorio del jurista, y al margen de toda experiencia práctica.”

Vistas así las cosas y descartadas dos de las formas en las que puede ser considerada la justicia, quédanos aún una que resulta, por cierto, ser la más modesta y discreta, pero la mejor: la justicia considerada como «hábito».

Hábito, recordemos, es una simple reiteración de conductas caracterizadas por la identidad de su objeto.

En la antigüedad clásica la filosofía moral consideró a la justicia como un hábito, más exactamente, como “[…] la virtud o el hábito de una acción recta en su objeto y, más exactamente, como el hábito de la acción justa o dirigida hacia lo justo, en tanto que acción ordenada a la asignación o al reconocimiento de lo que corresponde a cada quien.”

Por acción justa o dirigida hacia «lo justo» debemos entender aquella que se sigue de su objeto, es decir, aquella que tiende a realizar al derecho o «lo justo» ─ius, to daikon─ y que está ordenada, por tanto, a la satisfacción de lo que “es debido”, esto es, lo suyo de cada quien (derecho subjetivo)

Por tanto, si consideramos a la justicia como el hábito del derecho o de lo justo (neutro sustantivado) se puede pensar en una noción «sustancial» del Derecho, es decir, es posible afirmar que el Derecho tiene una entidad propia y que dicha entidad constituye algo valioso, tan valioso que puede considerarse como susceptible de ser el objeto mismo de un hábito virtuoso: la justicia.

El Derecho, bajo esta perspectiva, se nos presenta como la gran experiencia de la satisfacción de la deuda o, dicho de otra forma, como la experiencia del cumplimiento de lo debido, como la experiencia del pago, del solvere

Por todo lo anterior, resulta, entonces, que el Derecho es algo valioso y sustantivo así como un bien concreto y, por tanto, una noción «primera» respecto de la justicia, la cual sigue al derecho y no éste a ella. Dicho lo anterior de otra forma, la justicia consiste, propiamente, en un «estar en el derecho» ─ius-stare=iustitia─ y, por consecuencia, es una noción segunda respecto del Derecho, que viene a ser la noción primera.

Redundando: “Para entender bien la justicia hay que tener presente el siguiente principio fundamental: la justicia sigue al derecho. No puede haber un acto de justicia allí donde no haya un título sobre una cosa, allí donde la cosa no sea ─en virtud de un título─ algo debido, un derecho. La justicia es la virtud de cumplir y respetar el derecho, no la virtud de crearlo.”

Ejemplifico lo anterior para que me entiendan: imaginemos que en este preciso instante los que estamos reunidos aquí vamos a crear un juego ¿Cómo lo creamos? O mejor dicho ¿Qué hacemos primero? Pues evidentemente definimos las bases de dicho juego, es decir, nos ponemos de acuerdo, o mejor dicho, “convenimos” sobre la materia de dicho juego. En segundo lugar, definimos ciertas reglas para ese nuevo juego que estamos creando. Seguramente después de haber definido tales reglas, pondremos en ejecución al nuevo juego creado y, seguramente también, durante el desarrollo de tal actividad surgirán conflictos que habrán de ser solucionados. ¿Cómo hacemos esto? ¿Acaso buscamos la respuesta en la estimación de un valor que sentimos? ¿Atendemos a una verdad ideal que anhela ser algún día descubierta? ¿O procedemos de forma más humilde y simplemente nos atenemos a las reglas que previamente hemos establecido? Naturalmente que hacemos lo último, y, en el caso extremo de que la solución no esté dada en las reglas previamente dadas, sencillamente establecemos una excepción o ya creamos una nueva regla.

En suma, en caso de una disputa ajusticiamos aplicando el derecho que previamente hemos establecido pues, como hemos sostenido, el Derecho es un acto primero respecto del segundo que es la justicia.

En efecto, “El derecho ─lo mismo si lo entendemos como ley, que si lo concebimos como la cosa justa─ no tiene su origen en la virtud de la justicia, ni ésta es anterior o superior a él. La virtud de la justicia presupone el derecho; en este sentido es siempre algo posterior al derecho. Todo acto de justicia presupone un derecho constituido con anterioridad; por eso es un acto segundo. El acto primero, el que instituye el derecho no es un acto de virtud, sino un acto de dominio. Este acto de dominio puede estar regulado, sin duda, por virtudes, concretamente por la virtud de la prudencia; pero pueden incluso faltar esas virtudes (un acto de venta, v. gr., puede ser imprudente), sin que por ello quede afectada la validez del acto de dominio. La constitución del derecho es, de suyo, un acto de poder, no un acto de virtud. Una vez constituido el derecho es cuando opera la justicia, dando a cada uno su derecho.

En conclusión, estudiada así la relación entre Derecho y justicia podemos decir que la justicia, concebida como virtud, es definida en su forma más conocida como «constant et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi», es decir, “la perpetua y constante voluntad de dar a cada quien lo que por derecho le corresponde”, o bien, como la define la filosofía moral: el hábito o virtud de una acción recta en su objeto y, más exactamente, como el hábito de la acción justa o dirigida hacia lo justo.

Pero ¿qué es lo justo?

Lo justo, como decía Aristóteles, es ante todo una relación u orden conforme a cierta medida, más exactamente, es una relación conforme a una medida de igualdad, usualmente constituida como aritmética, aunque frecuentemente presentada también como medida de igualdad geométrica o proporcionalmente desigual.

La medida de igualdad de lo justo varía dependiendo de si se trata de relaciones entre iguales, o bien, entre desiguales.

Tratándose de relaciones entre iguales la medida del justo correctivo se caracteriza por ser estrictamente igualitaria. Dicha medida igualitaria puede configurarse como una «igualdad de identidad», o bien como una «igualdad de equivalencia». En ambos casos se trata de una medida igualitaria estricta entre «cosas».

Tratándose de relaciones entre desiguales la medida de lo justo distributivo se caracteriza por ser una medida de «igualdad proporcional» cuya atención recae especialmente sobre las personas para exigir trato igual a los iguales y proporcionalmente desigual a los desiguales.

En resumen, lo justo es una medida que se puede traducir en una relación de igualdad entre dos o más sujetos respecto de una o varias cosas, pudiendo dicha relación ser de igualdad aritmética (cuando se refiere a cosas) o geométrica (cuando se refiere a personas). Lo anterior en las más exactas palabras de Santo Tomás de Aquino: lo justo o el derecho es “[…] cierta igualdad de proporción entre una cosa externa y una persona extraña.”

***

Con todo lo anteriormente dicho sobre la justicia y lo justo podemos ahora intentar una noción sobre el Derecho a partir, precisamente, desde la perspectiva de la experiencia del orden justo, la cual es la más esencial de todas las experiencias jurídicas. En fin, el Derecho, desde la experiencia reseñada, se nos presenta como “[…] un orden, o sea, como una relación conforme a una medida proporcional de igualdad entre una cosa externa y una persona extraña, caracterizada por una obligatoriedad necesaria, fundada en la convención o en la naturaleza de las cosas y cuya determinación debe hacerse, caso por caso, a través de la prudencia jurídica.”

***

Pues bien, teniendo ya una noción sobre lo que es el Derecho, podemos ahora inquirir sobre el Derecho habido en México en los últimos doscientos años.

Para tal tenemos que rememorar ciertos hechos de nuestra historia nacional, partiendo de la coyuntura favorable que se le presentó a la Nueva España en el año de 1808.

En efecto, como todos sabemos, la Revolución Francesa provocó una situación crítica en Europa y en ese momento, con una España en bancarrota, moría Carlos III sucediéndolo su débil hijo Carlos IV. Su falta de experiencia lo condujo a deshacerse del hábil Conde de Aranda, ministro de su padre, para elevar a la primera magistratura a Manuel Godoy, hombre capaz pero que despertó el terrible rumor de que la razón de su ascenso era el ser amante de la reina.

Aranda simpatizaba con algunos principios de la Revolución Francesa y pensaba que España no debía entrometerse, opinión que Carlos IV no compartía. Por ello, a la ejecución de Luis XVI, el rey Carlos IV emprendió la guerra contra la Francia revolucionaria, siendo derrotado. Godoy promovió entonces una alianza con la República Francesa y después con Napoleón, lo que produjo el descontento de la Gran Bretaña, que dirigía las coaliciones de monarcas europeos contra Francia, y, por ello, se convirtió en enemiga de España.

Por esta razón, en la batalla de Trafalgar el poderío marítimo británico le asestó un duro golpe a España al deshacer, prácticamente, su flota.

Seguido de lo anterior, una España sumamente debilitada tenía que cumplir con las exigencias económicas que le imponía Napoleón, el cual, convertido ya en emperador, aumentó sus exigencias hacia España y le solicitaba 100 millones de reales anuales, por lo que Carlos IV, a efecto de cumplir con tal carga decretó la Convalidación de Vales Reales de la Nueva España y negoció un préstamo con la Casa Vanlemberghe y Ouvrard de París.

El malestar comenzó a extenderse en contra de la política de Carlos IV y de su minstro Godoy. En 1807 fue descubierto el plan de Fernando, hijo de Carlos IV, para derrocarlo. Los encusados en el proceso fueron absueltos por falta de pruebas y desterrados de la Corte y el príncipe heredero obtuvo el perdón real.

En 1808 Godoy consideró que la situación era insostenible. Carlos IV no tenía apoyo dentro de la península y la invasión de Francia era inminente, por tanto, el ministro aconsejó a los monarcas a que se trasladaran a la Nueva España o que mudaran su corte a un lugar menos hostil. Fernando y sus adictos aprovecharon ese hecho para instigar un motín que obligó a Carlos IV a abdicar.

Así entonces, Fernando VII subió al trono por aclamación popular, sin el refrendo de las Cortes del reino.

Poco después intervino Napoleón, quien desde 1806 planeaba invadir España.

En efecto, Napoleón, para entonces dueño de media Europa, pidió permiso al monarca español, Fernando VII, para que sus ejércitos cruzaran la península para someter a Portugal, de manera que pudo aprovechar la situación para extenderse a España y obligó a padre e hijo (Carlos IV y Fernando VII) a ir a Bayona. En ese lugar, los dos abdicaron la Corona, que Napoleón entregó a su hermano José Bonaparte.

Burócratas y militares acataron la imposición napoléonica, pero el pueblo español inició una feroz resistencia y formó juntas regionales para organizar la defensa. Las juntas lograron consolidarse en una Suprema que, después de reconocer la igualdad de los reinos americanos, nombró una regencia que decidió convocar a Cortes para discutir como se gobernaría el imperio en ausencia de Fernando VII.

La convocatoria para elección de diputados de 1809 incluía por primera vez a las colonias de América, con lo que en la reunión de las Cortes en la isla de León, frente a Cádiz, los americanos participaban en la política imperial. Las elecciones para elegir representantes a Cortes aumentaron la efervescencia provocada por los eventos de 1808. Los 17 diputados novohispanos participaron activamente en la nueva revolución en el gobierno, estrenándose en la política.

Lo anterior fue lo que sucedió en España, pero ¿Cómo reaccionó la Nueva España ante tales eventos?

En junio y julio de 1808 llegaron a la capital del virreinato las noticias de los sucesos de España, que se convirtieron en tema de las tertulias y reuniones. Se discutía el significado que tenía para la Nueva España la desaparición de la Corona y el ascenso de un rey “ilegítimo”. Se perfilaron tres posiciones:

a) La del alcalde del Crimen o Ayuntamiento, Villaurrutia, quien sostenía que la soberanía había revertido al pueblo y, por ende, había que convocar a una Junta de todo el Reino, semejantes a las formadas en la península;

b) La del Real Acuerdo que sostenía que la Nueva España debia mantener su dependencia del gobierno instalado en la metrópoli, y

c) La del Cabildo, que sugería conectar la autoridad del Virrey y los organismos superiores con la soberanía.

El virrey Iturrigaray favoreció la posición del Ayuntamiento y convocó a las provincias a nombrar representantes para una junta del reino que decidiera la forma en que se gobernaría en ausencia de su legítimo rey. Sin embargo, esto se vio frustrado por una conspiración de españoles encabezada por Gabriel de Yermo, quienes el 15 de septiembre de 1808 tomaron prisioneros al virrey, a su familia y a los principales líderes del Ayuntamiento.

El golpe perpetrado por los españoles se consumó con el nombramiento de Don Pedro de Garibay como virrey interino.

Debemos resaltar que los criollos habían intentado la autonomía por vía del derecho y que fueron los peninsulares los que les mostraron la vía de la violencia. Por ello, los criollos radicalizaron su actitud.

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Mientras todo esto sucedía en la Nueva España, en España con el levantamiento propiamente del pueblo en contra del emperador, ésta se encontró sin dirección y, por ello, tuvo que crear sus propios órganos rectores conformándolos con miembros de las clases ilustradas, quienes inesperadamente se hallaron en el poder, con lo que las reformas políticas por ellos anheladas se llevarían a efecto con la inevitable revolución política.

El levantamiento en contra de Napoleón en un principio se produjo de manera local. Así, cada provincia le declaró la guerra al invasor y las juntas locales, subordinadas a las provinciales, se encargaron de llevar a cabo la lucha armada. De hecho, de la junta de Murcia partió la idea de formar un gobierno central, representativo de todas las provincias y reinos, la cual emitiría las órdenes y pragmáticas en nombre de Fernando VII.

Así entonces, se creó una junta central integrada por los representantes de las 25 provincias el 25 de septiembre de 1808 en Aranjuez, y se denominó Junta Suprema Gubernamental del Reino.  Como presidente se nombró al Conde de Floridablanca. Esta junta fue la depositaria de la soberanía en ausencia del monarca.

Posteriormente, los reformistas que ya detentaban el poder, propusieron el asunto del llamamiento a Cortes a efecto de elaborar una carta fundamental. El 22 de mayo de 1809 se expidió el respectivo  decreto de convocatoria.

Por diversas situaciones, fue hasta agosto de 1811 que comenzó a discutirse la Constitución, terminando hasta marzo de 1812. La Constitución de Cádiz fue promulgada el 19 de Marzo de 1812; esta Constitución está dividida en 10 títulos y 384 artículos; enuncia como principios fundamentales los siguientes:

  1. La nación española está compuesta por los españoles de ambos hemisferios
  2. La nación es libre e independiente y no puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona
  3. La soberanía reside esencialmente en la nación y a ésta pertenece el derecho a establecer sus leyes fundamentales
  4. La religión es y será la católica, y se prohibe el ejercicio de ninguna otra
  5. La nación está obligada a proteger mediante leyes la libertad civil, la propiedad y los derechos legítimos de los individuos que la componen
  6. La felicidad de la nación es el objeto del gobierno
  7. Los poderes del Estado son tres: el Legislativo, en las Cortes con el Rey; el Ejecutivo, el rey, y el Judicial, con los Tribunales de Justicia
  8. La forma de gobierno es la de una monarquía moderada y hereditaria

A principios de 1814, una vez expulsados los franceses de España, Fernando VII rechazó el régimen de Cádiz y mediante un golpe de Estado reinstauró el antiguo régimen absoluto hasta 1820, con lo que sólo por dos años estuvo vigente la Constitución de Cádiz (el bienio liberal).

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Del otro lado del mundo, es decir, en la otrora Nueva España, la élite novohispana sintió gran frustración ante el hecho de que su intento legal de organización, “mientras se carecía de un rey legítimo”, hubiera fracasado por un acto violento de los peninsulares; por ende, se convencieron de que también ellos debían abandonar los caminos pacíficos.

El arzobispo Francisco Xavier Lizana sustituyó como virrey a Don Pedro de Garibay a mediados de 1809. Durante su gestión se descubrió la primera conspiración criolla, organizada en Valladolid  por José María Obeso y José Mariano Michelena, con quienes el arzobispo virrey mostró lenidad (blandura) para no causar inquietudes. Sin embargo, el capitán Ignacio Allende trasladó la conspiración a San Miguel el Grande y a Querétaro.

El corregidor, Don Miguel Dominguez, y su esposa, Doña Josefa Ortiz, organizaban “tertulias literarias” que reunían a oficiales como al mismo Allende y Juan Aldama, los curas José María Sanchez y Miguel Hidalgo y unas docenas de individuos. Don Miguel, cura de Dolores, destacaba por ser hombre ilustrado, exrector del colegio de San Nicolás de Valladolid y promotor del mejoramiento económico de la región.

Como todos sabemos, Don Miguel Hidalgo, Ignacio Allende y Juan Aldama se reunían regularmente, con proyectos similares a los del ayuntamiento de 1808. Hidalgo y Allende habían adoptado un plan concebido en México de integrar una junta compuesta por representantes de los diversos cuerpos bajo la dirección de la clase media a través de los Cabildos. Planeaban iniciar una insurrección en el mes de diciembre de 1810, para aprovechar la afluencia que asistiría a la feria de San Juan de los Lagos.

Sin embargo, la conspiración fue descubierta y el intendente de Guanajuato, José Antonio de Riaño, ordenó hacer detenciones. Doña Josefa pudo avisar a Aldama y a Allende, quienes marcharon a Dolores el 15 de Septiembre de 1810 para avisarle a Hidalgo. Los tres calcularon las alternativas y decidieron lanzarse a la insurrección. Don Miguel aprovechó que era domingo, y en vez de misa, incitó a sus feligreses a emprender la lucha contra el mal gobierno. La respuesta fue inmediata y campesinos, peones, artesanos y mayordomos aprestaron hondas, palos, instrumentos de labranza y armas, cuando las tenían.

De Dolores, Hidalgo y el ejército insurgente se dirigieron a Atotonilco, de alli a Celaya y a Guanajuato, lugar donde tomaron la alhóndiga. Luego entraron a Valladolid y desde allí se dirigieron a la capital. Allende intentó inútilmente introducir cierto orden y disciplina militar, aunque sin éxito. En el Monte de las Cruces, las tropas españolas se retiraron a la Ciudad de México, a esperar el asalto final. Por razones de diversa índole, Hidalgo decidió no atacarla y regresó a Celaya para organizarse. De allí, Allende partió hacia Guanajuato e Hidalgo a Valladolid. En diciembre, Hidalgo se trasladó a Guadalajara donde fue bien recibido y se hizo llamar, a más de Generalisimo,  “Alteza Serenísima”.

Como Calleja y De la Cruz se preparaban para sitiar Guadalajara, Allende, quien llegó derrotado, se apresuró a organizar al ejército, aunque convencido de la imposibilidad de enfrentar a los realistas.

Allende mostró tener razón cuando los cinco mil soldados disciplinados de Calleja derrotaron a los 90 mil insurgentes el 17 de enero, en Puente Calderón.

El desastre apenas permitió que los jefes insurgentes lograran huir y marchar hacia el noreste. Durante la marcha, en la hacienda de Pabellón le arrebataron el mando a don Miguel y se lo transfirieron a Allende.

En Saltillo se decidió que Ignacio López Rayón quedara al frente de la lucha, mientras el resto partía a Estados Unidos, pero traicionados, fueron aprehendidos en Acatita de Baján y conducidos a Chihuahua, para ser juzgados. Condenados a muerte, a seis meses del inicio de la lucha, fueron fusilados.

Hidalgo, que tenía que ser degradado, fue el último en caer el día 30 de Julio de 1811.

Para servir de advertencia, las cabezas de Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez fueron colocadas en jaulas y exhibidas en las esquinas de la Alhóndiga de Granaditas.

Pero, ¿Qué es lo que buscaban estos primeros insurrectos? Pues bien, Hidalgo buscaba un congreso integrado por representantes de los ayuntamientos que guardara la soberanía para Fernando VII; es decir, no buscaba la independencia de México; Allende, por su parte, se esforzaba por ordenar el levantamiento armado bajo las órdenes de militares criollos.

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Pues bien, continuando, podemos señalar que la derrota de la primera insurgencia no significó su fin. El desorden y las incidencias bélicas habían cundido por todo el territorio.

Ignacio López Rayon instaló en Zitacuaro la Suprema Junta Gubernativa de América en agosto de 1811. Dicha junta influyó para que un núcleo de la primera insurgencia permaneciera unido.

En el sur, había emergido un gran líder: José María Morelos y Pavón. Morelos había sido arriero, lo que lo había familiarizado con los caminos y la gente del pueblo, conocimiento que le seria muy útil para su nuevo desempeño. A diferencia de Hidalgo, tenía intuición militar y logró reunir un ejército menos numeroso pero disciplinado y entrenado. Contó, además, con dos colaboradores inapreciables: el cura Mariano Matamoros y el hacendado Hermenegildo Galeana, amén de buenos oficiales como el ilustre científico Manuel Mier y Terán, Guadalupe Victoria, Nicolás Bravo y Vicente Guerrero.

José María Morelos y Pavón, en 1811, tomó Chilpancingo y Tixtla, en diciembre Cuautla, que dos meses más tarde sufrió el sitio de Calleja durante tres meses, hasta la evacuación de la ciudad.

Por su parte, Ignacio López Rayon había sido desafortunado militarmente y había perdido lideraje, pues mientras la lucha se radicalizaba, el insistía en que la soberanía residía en el rey y no dimanaba del pueblo. Este principio iba en contra de la convicción difundida por las revoluciones de Estados Unidos y la Francesa. La misma Constitución de Cádiz afirmaba que la soberanía residía en la nación. Cuando Morelos conoció el proyecto de Constitución de Rayón, rechazó mantener, por estrategia, la adhesión a Fernando VII; opinó que era tiempo de que se le quitara la máscara a la Independencia.

Morelos, quien tenía otras diferencias con Rayón, decidió reunir un Congreso sin tomarlo en cuenta. Lanzó su convocatoria para que los pueblos eligieran, hasta donde el estado de guerra lo permitiera, a los diputados. Sólo dos fueron elegidos popularmente. Otros seis fueron nombrados para representar a la “parte oprimida de la nación”. Entre ellos estuvieron los vocales de la Junta de Zitácuaro, incluyendo a Rayón. La inaguración del Congreso de Anáhuac tuvo lugar el 14 de septiembre de 1813 en Chilpancingo, ante el cual Morelos presentó su sentido discurso “Sentimientos de la Nación” que resumía su ideario político.

El día 6 de noviembre de 1813 el Congreso de Anáhuac proclamó el Acta solemne de la Independencia de la América Septentrional, estableció la república y se dedicó a la elaboración de la primera Constitución Mexicana o Decreto Constitucional para la libertad de la América Mexicana, conocida también como Constitución de Apatzingan, pues se promulgó en ese lugar el 22 de octubre de 1814. Esta Constitución careció de vigencia práctica, pero fueron designados los titulares de los poderes por ella constituidos.

La Constitución de Apatzingan de 1814 se conformó de 22 capítulos integrados por 242 artículos; estableció entre otros puntos:

  1. La única religión es y será la católica, apostólica y romana
  2. La soberanía es la facultad de dictar las leyes y de establecer el gobierno que más convenga a los intereses de la sociedad
  3. La soberanía es imprescriptible, inenajenable e indivisible
  4. Los ciudadanos tienen el derecho incontestable de establecer la forma de gobierno que más les convenga, alterarlo, modificarlo y abolirlo totalmente
  5. Se reputan ciudadanos de América todos los nacidos en ella, así como los extranjeros que no se opongan a la libertad de la nación y profesen la religión católica, apostólica y romana
  6. La ley es la expresión de la voluntad general en orden a la felicidad común y debe ser igual para todos

Un año más tarde, el 15 de noviembre de 1815, Morelos fue capturado y posteriormente juzgado y fusilado. Días después Mier y Terán disolvió lo que quedaba de los tres poderes. Con esto la insurgencia casi desapareció.

En septiembre de 1816 Juan Ruiz de Apodaca sustituyó a Calleja e inició una nueva campaña militar contra los restos de la insurgencia que estaba al mando de Osorno y Guadalupe Victoria, en Veracruz, y en el sur con Vicente Guerrero a la cabeza de las guerrillas.

En 1820 se inició en España la rebelión liberal que llevaría a Fernando VII a jurar la Constitución de Cádiz con las consecuencias propias del nuevo régimen liberal. Apodaca y la Real Audiencia se vieron obligados a su vez a jurar la Constitución. El clero no se encontraba en buena posición por el anticlericalismo reinante en las cortes.

En noviembre de ese año, Agustín de Iturbide fue nombrado jefe del ejército que debía atacar a Vicente Guerrero. Sin embargo, después de atraerse el apoyo de los principales jefes del ejército, promulgó el Plan de Iguala el 24 de febrero de 1821, jurado en el pueblo de Iguala el 2 de marzo de ese año, donde proclamó la independencia y mantuvo la monarquía. Será éste el primer plan políticamente aceptable.

La clave para lograr la independencia fue la unión propuesta por Agustín de Iturbide en un plan que garantizaba al español que no sería expulsado, perseguido, objeto de expoliaciones, venganzas o crímenes; es decir, Iturbide garantizó en el Plan el fin de la guerra a muerte, total.

En el Plan de Iguala se declararon, en 23 o 24 puntos, según la versión, las resoluciones siguientes:

  1. La religión de la Nueva España es y será la católica, apostólica y romana
  2. La independencia absoluta de la Nueva España
  3. El gobierno será monárquico, templado por una Constitución
  4. Fernando VII será el emperador y si no se presenta personalmente en México dentro del término que las Cortes señalaren, serán llamados a prestar juramento el Infante D. Carlos, el Sr. D. Francisco de Paula, el archiduque Carlos u otro de la Casa Reinante que el Congreso estime coveniente
  5. Mientras se reúnen las Cortes habrá una junta Gubernativa que hará cumplir el Plan de Iguala. La junta gobernará en nombre del rey y si éste resuelve no venir a México, la Junta seguirá en funciones hasta que resuelva quien debe coronarse.
  6. El gobierno será sostenido por el ejército de las tres garantías

El Plan de Iguala fue apoyado por sectores liberales, oficiales del ejército, comerciantes, clero y nobleza tanto criolla como peninsular, por lo que hoy ya no puede sostenerse la afirmación de que el proyecto de Iguala y la consumación de la Independencia obedecieron a un movimiento contrarrevolucionario o reaccionario.”

Por lo pronto, una junta de Regencia ocupó el poder. Los criollos se unificaron en torno del Plan de Iguala. En poco tiempo el ejército de Iturbide ocupó las principales ciudades. Mientras tanto las cortes expedicionarias destituyeron a Apodaca y en su lugar quedó Francisco Novella.

Tiempo después, el 3 de Agosto desembarcó en Veracruz Juan O’Donojú, nuevo jefe político superior de la Nueva España, quien al ver el estado de la revolución entró en tratos con Iturbide, en Córdoba. El 24 de Agosto de 1821 firmaron los Tratados de Córdoba, en los que se llegó a los acuerdos siguientes:

  1. Se reconoce la independencia de México, llamado en lo sucesivo Imperio Mexicano
  2. El gobierno del imperio será monárquico y constitucional
  3. Será llamado a reinar en el Imperio, en primer lugar, al rey de España Fernando VII; por su renuncia o no admisión, su hermano el infante Don Carlos; por su renuncia o no admisión, el infante Don Francisco de Paula; por su renuncia o no admisión, el que las Cortes del imperio estimen conveniente
  4. La capital del Imperio Mexicano será la Ciudad Mexicana
  5. Se integraría una Junta Provisional Gubernativa compuesta por los primeros hombres del Imperio, que deberá manifestar públicamente su instalación, nombrar una Regencia de tres personas en quien residirá el Poder Ejecutivo en nombre del monarca hasta que éste sea emperador.
  6. La Regencia convocará a Cortes, en las que reside el Poder Legislativo
  7. Y la junta provisional gubernativa gobernará interinamente conforme a las leyes vigentes en todo lo que no se opongan al Plan de Iguala y mientras las Cortes formen la Constitución del Estado Mexicano.

Posterior a la firma de dicho tratado, se estableció un armisticio con el general Novella y las tropas expedicionarias, luego de rendirse, iniciaron su retorno a España.

Así, la independencia quedó consumada el día 27 de septiembre de 1821 con la entrada a la capital del ejército de las Tres Garantías al mando de Iturbide.

De acuerdo con lo establecido en el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba, se instaló la Junta Provisional Gubernativa el 28 de Septiembre de 1821 que eligió como Presidente a Agustín Cosme Damián de Iturbide y Aramburú. En esa fecha se levantó el Acta de la Independencia Mexicana y se designó a los cinco integrantes de la Regencia, que a su vez eligieron a Iturbide como su presidente, lo que obligó a la Junta a elegir a uno nuevo para evitar incompatibilidades.

En el acta de independencia Mexicana se declaró que México es una nación soberana e independiente de España, con quien en lo sucesivo se mantendría otra unión que la de una amistad estrecha en los términos que prescriben los tratados. La nación mexicana habría de constituirse conforme a las bases que se establecieron en el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba.

En resumen, en 1821 se constituyó la Junta Provisional Gubernativa, la cual recibió en su seno a las diversas posturas políticas del momento. La Junta se denominaba a sí misma soberana y debía convocar al primer Congreso nacional, el cual quedó instalado el día 22 de febrero de 1822.

El día 24 de febrero de 1822 se promulgaron las Bases Constitucionales aceptadas por el primer Congreso Constituyente. En las Bases Constitucionales se establecía que en el Congreso legítimamente constituido residía la soberanía nacional y en consecuencia se declaraba que la religión católica, apostólica y romana sería la única del Estado, con exclusión de cualquier otra. Se adoptaba por el gobierno la monarquía moderada constitucional con la denominación de Imperio Mexicano y se llamó al trono a las personas designadas en los Tratados de Córdoba; además, se declaró la igualdad de derechos civiles para todos los habitantes del Imperio.

Los Tratados de Córdoba fueron sometidos a las Cortes en España, que en sesión el 13 de febrero de 1822 decidió no reconocer y tenerlos por nulos de origen, ya que el jefe político superior que firmó los Tratados no había sido facultado previamente para ello por las Cortes. El 27 de Marzo de ese año, una vez conocido el rechazo de España, Iturbide envió un cuestionario a las autoridades de villas y ciudades en el país, a efecto de conocer la opinión sobre el sistema de gobierno deseado, la Regencia, el número del ejército, la Milicia Nacional, clero secular y regular, etcétera.

El día 18 de mayo de 1822, por impulsos del sargento Pio Marcha, el regimiento de Celaya se levantó en armas y presionó al congreso para que éste proclamara a Agustín Cosme Damián De Iturbide y Aramburú como emperador. Los diputados del congreso, mayoritariamente republicanos y que no tenían buenas relaciones con Iturbide, ante la presión militar no tuvieron más salida que proclamar el Imperio y a Iturbide como soberano y, como es de suponerse, las relaciones entre los miembros del Congreso y el emperador empeoraron por lo que, en la madrugada del 31 de octubre de 1822, Iturbide disolvió al congreso y procedió a nombrar una Junta Nacional Instituyente.

En diciembre de ese mismo año se levantó en armas Antonio López de Santa Ana, y por enero se le unieron los viejos insurgentes Nicolás Bravo y el mismísimo Vicente Guerrero. El 1º de Febrero de 1823 se firmó y emitió el Plan de Casa Mata por el que se pedía la reinstalación del Congreso constituyente y la convocatoria a uno nuevo en virtud de que el primero estaba limitado por el Plan de Igual y los Tratados de Córdoba (principalmente en lo referente a la forma de gobierno: monarquía-constitucional), sin desconocer, irónicamente, al emperador en dicho plan.

El emperador accedió a reinstalar dicho Congreso, el cual ─ya en funciones─ se manifestó contrario a Iturbide y anuló todo lo actuado desde la proclamación del Imperio en virtud de que todo ello era producto de un ilegitimo acto de fuerza.

Así, una vez que Iturbide abandonó el cargo, el Congreso encargó el Poder Ejecutivo a un triunvirato integrado por Nicolás Bravo, Guadalupe Victoria y Pedro Celestino Negrete; éstos, en ejercicio de las funciones de las cuales habían sido investidos, resolvieron convocar a un segundo Congreso Constituyente totalmente desligado del Plan Iguala y de los Tratados de Córdoba.

El segundo Congreso quedó instalado el 7 de noviembre de 1823.

Este segundo congreso promulgó en fecha 31 de Enero de 1824 el documento titulado como “Acta Constitutiva de la Federación Mexicana”. Este documento estaba integrado por 36 artículos y estableció como forma de gobierno la de república representativa popular federal, con estados independientes, libres y soberanos. De igual forma, estableció que el poder supremo de la federación para su ejercicio se dividiría en Ejecutivo, Legislativo y Judicial, pero no podrían reunirse dos o más de estos poderes ni depositarse el Legislativo en un solo individuo. Cabe señalar que la gran ausente del Acta Constitutiva fue una declaración de Derechos Humanos.

El análisis del proyecto de Constitución comenzó en el congreso constituyente el día 1º de Abril de 1824. El texto fue aprobado finalmente el día 3 de octubre del mismo año, promulgado el día 4 y publicado el día 5 con el nombre de Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos.

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Con este texto constitucional inauguró nuestro país su vida independiente.

A este texto siguieron las Bases Constitucionales del 23 de Octubre de 1835; las Siete Leyes Constitucionales del 30 de Diciembre de 1836; las Bases de Organización Política de la República Mexicana del 12 de Junio de 1843; la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos del 5 de febrero de 1857, y la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos que reforma a la de 5 de febrero de 1857.

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Ya como Estado independiente uno puede preguntarse conforme a qué Derecho ese naciente Estado resolvía las disputas nacidas de la conflictiva social; contrario a lo que pudiera imaginarse, el Estado Mexicano, en buena medida debido a los constantes conflictos habidos, primero, entre monárquicos y republicanos, luego entre federalistas y centralistas y, por último, entre liberales y conservadores, tuvo que aplicar el Derecho Castellano, especialmente la ley de las Siete Partidas y las Ordenanzas de Bilbao.

Por tanto, es posible afirmar que, desde el punto de vista estrictamente jurídico, el Estado Mexicano no se independizó del Reino Español, pues, propiamente, tal independencia la logró hasta el año de 1870 en que operó la sustitución de la legislación española por el Código Civil del Distrito Federal y Territorio de la Baja California.

Ahora bien, la sustitución de ordenamientos debía llevarse a cabo por tres razones fundamentales:

  1. El derecho vigente en México en el momento de la independencia era el castellano-indiano y había sido dictado por el rey
  2. Buena parte de ese derecho ya no correspondía a las ideas de un gran número de mexicanos debido a que la realidad se había ido modificando a ritmo acelerado.

Como mencionamos, este proceso de sustitución comenzó inmediatamente con la independencia pero adquirió su perfil definitivo con la expedición del Código Civil para el Distrito y Territorios Federales de 1870.

Por lo anterior, debo darles un breve panorama de cómo fue desarrollándose la codificación en el México recién independizado.

Así, tenemos que el primer Código Civil que apareció no sólo en nuestra patria, sino en toda Iberoamérica, fue el Código Civil de Oaxaca promulgado entre 1827 y 1828. A este código le siguieron el zacatecano de 1829 y el de Jalisco, cuya primera parte fue publicada en 1833.

Posteriormente, y debido a que México se convirtió en un Estado Central, las entidades federativas desaparecieron y la producción normativa quedó en manos del poder federal.

Durante el centralismo la codificación fue casi nula, pues sólo se expidió un Código, el Código de Comercio o Código Lares. Sin embargo, debemos destacar que, por el contrario, la producción normativa en la materia administrativa, merced a don Teodosio Lares, fue amplia.

Reinstaurado el federalismo y en gobierno de Juárez, éste en 1860 encomendó a don Justo Sierra un proyecto de Código Civil, el cual fue íntegramente adoptado por Veracruz en 1861.

Por su parte, el gobierno federal comisionó a José M. Lacunza, Pedro Escudero, Fernando Ramírez y Luis Méndez para que revisaran el proyecto de Justo Sierra pero dicho trabajo fue suspendido por la intervención francesa.

Curiosamente Maximiliano pidió a esos mismos juristas que continuasen esa labor, quienes accedieron dada su filiación conservadora. De los cuatro libros que constaba el citado proyecto, los dos primeros fueron promulgados el 6 y 20 de julio de 1866, respectivamente; el tercero estaba listo para ser impreso y al cuarto le faltaba la corrección de estilo, cuando cayó la capital en poder de las fuerzas republicanas.

El gobierno republicano pidió los documentos elaborados por la comisión revisora del proyecto Sierra y fueron entregados a una nueva comisión integrada por Mariano Yañez, José María Lafragua, Isidro Montiel y Duarte y Rafael Dondé. Esta comisión presentó el proyecto definitivo que habría de ser aprobado por el congreso el 8 de Diciembre de 1870.

A este código siguió el de 1884 y, finalmente, el Código Civil de 1928, que en 2000 fue dividido en dos códigos: uno para el Distrito Federal y otro para la Federación.

En lo que respecta a la codificación procesal, caben destacar las siguientes leyes: la Ley para el Arreglo de la Administración de Justicia de 1853, el Código de Procedimientos Civiles de 1872, al que siguieron el de 1880, el de 1884 y el de 1932.

En materia mercantil, destacan el Código Lares de 1854, el Código de Comercio de 1883 y, finalmente, el Código aún en vigor de 1889.

Finalmente, en materia penal, tenemos que el primer intento codificador se conoce como Plan General de Código Penal para el Estado de México de 1831. Sin embargo, dicho plan no llegó a cuajar y, por ello, no llegó a ser promulgado como código.

El primer código penal fue el del Estado de Veracruz de 1849.

Fue hasta 1871, por encargo de Juárez, que se elaboró el Código Penal para el Distrito Federal y Territorios de la Baja California sobre delitos del fuero común, y para toda la república sobre delitos contra la Federación.

A este código siguió el código de 15 de diciembre de 1929, actualmente en vigor.

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Ahora bien, debemos señalar que la codificación es la máxima expresión del Derecho racional y, quiérase o no, el puente involuntario que traza la conversión de dicho Derecho creado por la razón a un Derecho meramente positivo, formalista y voluntarista creado por el Estado. Es decir, el código viene a significar la llave que abre la oportunidad al Estado de hacerse de la producción normativa.

Por tanto, y en este punto, quiero exponer brevemente como sucedió la anterior perversión.

Así entonces, podemos afirmar, como señala Pampillo Baliño, que la concepción del Derecho sufrió un giro de ciento ochenta grados en la modernidad, pues ésta lo re-conceptualizó y le transpuso ciertas creencias fundamentales del pensamiento moderno: la idea «atropo-centrismo-individualista-y-subjetivista» de la modernidad.

Por virtud de esta adaptación (o transposición) el Derecho dejo de ser entendido como una relación «objetiva y material» arraigada en el «hecho jurídico» presente y preexistente en las cosas para convertirse en una «invención subjetiva y formal» reconducida por la «norma jurídica» que es creada «a posteriori» por el ser humano.

En efecto, en los comienzos romanos de la jurisprudencia occidental el Derecho era considerado ante todo como una «relación entre personas» referido a las «cosas», dotado de contenidos específicos y revestido de una «facticidad originaria»; es decir, para los romanos las normas y fórmulas eran, sencillamente, meras expresiones posteriores al Derecho, el cual se encontraba primigeniamente en las cosas  (sed ex iure, quod est regulae fiat) .

Sin embargo, la re-conceptualización del Derecho por la modernidad vino a suponer un giro copernicano respecto de las concepciones Antiguas y Medievales; giro que supuso la transmutación de lo jurídico desde “el hecho” hasta “la norma”, así como la “redefinición” de la idea del derecho natural, que según las exactas palabras de Don Jaime del Arenal, abandonó su “concepción realista, flexible, humana, prudencial, tópica y virtuosa’, para convertirse en un ‘iusnaturalismo inflexible, ahistórico[sic], jerárquico respecto del Derecho Positivo, sistemático, geométrico, inhumano y normativista, que pronto condujo a un voluntarismo legalista’.”

Lo anterior trajo como consecuencia que, al paso de los tiempos, “[…] ‘los diversos derechos positivos históricos’, debían ajustarse ‘al único derecho natural de la razón’.”

Así, conforme fueron madurando y difundiéndose estas nuevas concepciones del «derecho natural racionalista», en esa medida éstas fueron encontrando general aceptación y formas siempre más acabadas hasta que a principios del siglo XVIII los grandes desarrolladores y sistemáticos de la antedicha corriente redefinen al Derecho en sus más característicos y conocidos perfiles como “[…] un ‘sistema racional de principios, universales e inmutables, ordenados según la jerarquía geométrica de una pirámide conceptual’.”

Esta concepción del Derecho implica, en su intimidad, una vocación a «positivarse», y esa vocación encuentra cause en las propias ideas «iluministas» del siglo XVIII donde se pusieron en movimiento grandes cantidades de energías y se hicieron muchos esfuerzos para lograr reconducir «a la ley según la razón». De aquí el poder afirmar ─como asevera Pampillo Baliño en palabras de Guido Fasso─ que “[…] junto al proceso‘encaminado a hacer positivo el Derecho natural nos encontramos con el inverso, tendente a hacer ‘natural’, es decir, absoluto, el Derecho positivo’.”

Esos esfuerzos y esos gastos de energía de los que hablamos se tradujeron, a través de un proceso de recogimiento ordenado y sistematizado, en una «codificación», la cual viene siendo la «positivización iluminista del derecho natural racionalista por parte del Estado».

Lo anterior trajo como evidente consecuencia que la ley se convirtiera en una especie de «eulogismo»; es decir, “[…] en un concepto que más allá de su significación real, genera naturales simpatías y provoca espontáneas adhesiones.”  También convirtió a la ley decimonónica en el puente, involuntario si se quiere, entre el iusnaturalismo y el positivismo jurídico.

En efecto, merced a la positivización del Derecho natural o la naturalización ─absolutización─ del Derecho positivo, el Derecho ─a secas─ pasa de ser un «sistema racional de principios» a ser «un sistema de normas positivas», o sea, y en menos palabras: el Derecho inventado por la razón pasa a ser el Derecho sancionado por la «voluntad» del Estado.

De lo anterior resulta que tras la Codificación, que sanciona la ‘expropiación del Derecho por el Estado’, y la Exegesis que convierte a la ‘ley en eulogismo’, hace su aparición la ‘dogmática jurídica contemporánea’ que es precisamente la ‘dogmatica del positivismo jurídico’, misma que acabará por concebir al derecho precisamente como ‘un conjunto de normas jurídicas estatales, válidas por virtud de la observancia de un procedimiento de positivización preestablecido’.

El positivismo legalista que surgió por virtud de la naturalización de la ley (léase: el Derecho) dio paso, con el tiempo, al surgimiento de una auténtica aberración: una noción meramente formal de la ley y, por consecuencia de ello, del propio Derecho.

Durante la época de este positivismo legalista se caracteriza a la ley por su pura formalidad y, en su versión acabada, “[…] ‘el Derecho se agota en la ley’, […] ‘la ley no es sino una norma’ y […] la propia ‘norma es una mera forma lógica’, cuya juridicidad se agota en su forma misma, ‘la imputación’, sin consideración alguna de sus ‘contenidos’ que, según la sugestiva expresión de Kelsen, son de naturaleza ‘metajurídica’ [sic].”

Con esto último aparece el conocido «positivismo legalista formalista» y su dogmática, la cual reduce al Derecho a su mera forma legal; a la jurisdicción a una mera técnica aplicativa de la ley, y a la enseñanza del Derecho a una especie de «ciencia de la legislación» de muy dudoso estatuto epistemológico.

Y a pesar de todo lo anterior, el mayor daño que provocó el positivismo legalista formalista consistió (y consiste) en su misma «vacuidad»; es decir, en desproveer al Derecho de sus contenidos.

Esta tendencia a vaciar al derecho de sus contenidos (reduciendo a éstos a una mera condición meta-jurídica) produjo que el Derecho se tornara en un mero envoltorio, en un envoltorio de «cualquier querer» instrumentado a través de los procedimientos y cauces extrínsecos necesarios para su positivización (léase: procedimientos de creación de leyes).

Por lo anterior, la «sobrepujante» ley del Estado, fomentada por una «acrítica legolatría», condujo a un «Absolutismo Jurídico» en donde ésta (la ley), exquisito y preciado mecanismo en manos del poder, pasó a controlar todos los campos de la vida social y aún todas y cada una de las acciones del ser humano.

Este Absolutismo jurídico propició, a la postre, la degeneración del positivismo legalista, degeneración que dio muescas de ella en la aparición del fenómeno, inédito hasta ese momento, de las «leyes in-justas» o «leyes de contenido arbitrario», las cuales a pesar de ser in-jus-tas, se reputaban jurídicas.

Dada, pues, esta degeneración y las tropelías por ella ocasionadas así como las insatisfacciones crecientes que sintieron muchos de los mejores juristas de esta época (siglo XIX), aparecieron corrientes, tendencias, actitudes y escuelas, englobadas todas bajo el signo común del «antiformalismo».

Desafortunadamente, si bien dichas corrientes ‘antiformalistas’ o ‘naturalistas’ tuvieron el indudable mérito de reivindicar frente a la ‘vacuidad’ del formalismo jurídico, la exigencia de ciertos contenidos para el derecho, replanteando su irrenunciable factualidad[sic], erraron a la postre su intento, atribuyéndole contenidos sociales (sociologismo jurídico), económicos (marxismo, análisis económico del derecho), políticos (decisionismo, fascismo), étnicos (nacional-socialismo) y hasta psicológicos (realismo jurídico escandinavo), que difícilmente podían colmar el vacío jurídico creado por el formalismo.

En fin, el contubernio entre el naturalismo y el positivismo durante la primera mitad del siglo XX posibilitaron la mayor barbarie jurídica ocurrida hasta entonces pues permitieron la aparición de esos mamotretos llamados indiscriminadamente «leyes», pero que resultaron ser in-jus-tas.

Por lo anterior, después del segundo conflicto armado mundial aparecieron en el pizarrón de la filosofía posiciones que vitoreaban una nueva actitud «estimativa» y «axiológica», las cuales se replantaban el irrenunciable «contenido moral», «ético» o «valorativo» del Derecho, partiendo desde la perspectiva neokantiana de la filosofía culturalista de los valores unida con la neo-tomista.

Paralelamente a las anteriores posiciones o corrientes, puede observarse como, merced al auge del «positivismo lógico» y de la «filosofía analítica» pero sobre todo al engrandecimiento de la «filosofía hermenéutica», irrumpe en el ámbito de la filosofía del Derecho un creciente interés por la lógica y la argumentación jurídica.

En suma, en razón de la crisis gestada por el positivismo-legalista-formalista, crisis que mostró sus detestables consecuencias durante el Segundo conflicto bélico mundial y que hoy día es incapaz de dar una adecuada solución a la nueva problemática social, es posible concluir que la dogmática jurídica contemporánea se encuentra totalmente agotada.

Sin poder detenernos en los diferentes aspectos de esta gran crisis, y ya para cerrar esta exposición, podemos mencionar que ésta se trata, ante todo, de una crisis de la Ley del Estado; se trata de la imposibilidad por parte de la dogmática del positivismo legalista formalista de comprender al Derecho, fundamentar y estructurar a la jurisprudencia y reconducir los conflictos sociales de la nueva era. Sin embargo, debemos mencionar que a pesar de la magnitud de ésta gran crisis, aún no existe una dogmática alternativa que pueda cumplir con las asignaturas pendientes, por tanto, existe la inmensa tarea de dar forma a una «novísima dogmática jurídica» para lo cual será menester entender, sin ambages, la «encrucijada iusfilosófica actual del Derecho».

TOMÁS RODAJA Y SU VERGÜENZA POR LOS ESTUDIANTES DE DERECHO DE HOY

TOMÁS RODAJA Y SU VERGÜENZA POR LOS ESTUDIANTES DE DERECHO DE HOY. Por Vidriera el día 14 de del 2007 -R E P R O C H E-

«Paseándose dos caballeros estudiantes por las riberas de Tormes, hallaron en ellas, debajo de un árbol durmiendo, a un muchacho de hasta edad de once años, vestido como labrador. Mandaron a un criado que le despertase; despertó y preguntáronle de adónde era y qué hacía durmiendo en aquella soledad. A lo cual el muchacho respondió que el nombre de su tierra se le había olvidado, y que iba a la ciudad de Salamanca a buscar un amo a quien servir, por sólo que le diese estudio. Preguntáronle si sabía leer; respondió que sí, y escribir también. -Desa manera -dijo uno de los caballeros-, no es por falta de memoria habérsete olvidado el nombre de tu patria. -Sea por lo que fuere -respondió el muchacho-; que ni el della ni del de mis padres sabrá ninguno hasta que yo pueda honrarlos a ellos y a ella. -Pues, ¿de qué suerte los piensas honrar? -preguntó el otro caballero. -Con mis estudios -respondió el muchacho-, siendo famoso por ellos; porque yo he oído decir que de los hombres se hacen los obispos.«

A usted, lector(a) aclaro: no debe entenderse lo que aquí escribo como una generalización apasionada; excepciones a lo que aquí leerá, las hay; empero, debe escribirse para la mayoría y no para los menos que forman la excepción. Ya habrá momento para anotar sobre ellos porque, después de todo, son ellos –las excepciones- los que deben importar.

Aclaro también que lo aquí puede leerse no va para quienes creen haber superado la enfermedad de la ignorancia; esos, por tal razón, no requieren de la lectura de esto. Son los jóvenes quienes deben abrir los ojos y ya por conciencia o porque esto les pique las posaderas del orgullo, reaccionar para no quedarse en simples Tomases Rodajas.

Esa noble intención, ese principio de vida de quien fuera primero Tomás Rodaja y después El Licenciado Vidriera, hoy está por completo alejado de ustedes, jóvenes estudiantes de Derecho (por no decir que de cualquier profesión). Hoy, abogados y abogadas, deshonran desde las aulas nombres y patrias por no entender que el estudio y sólo el estudio es lo que dignifica.

Hoy, el abogado(a) cuenta con un perfil que en lo cuantitativo impresiona más que en lo cualitativo. La cantidad de conocimientos que se tienen por jurídicos, la torpe idea de que se debe seccionar el Derecho para su ejercicio como si se tuviera la misma intención que respecto del átomo, la mediocridad que caracteriza a lo que antaño fuere tan encomiable gremio, la “formación” académica “especializada”, soportada por las escuelas-negocio (que no universidades, por mucho que se insista en tal aberración), ha dado como resultado generaciones de jóvenes que en lo cualitativo son poco menos que una diezmilésima parte de la mera intención de Tomás Rodaja.

La cultura entendida como lo que es: un “todo”, fue sustituida por la acumulación de datos desorganizados -sin ton ni son- cada vez más restringidos en su esencia; las escuelas de Derecho se convirtieron en contenedores de parásitos casi del mismo tipo que las platinas de los microscopios; se ignoró el concepto de la “excelencia” para optar por uno más rentable y cómodo, el de la “mediocridad”. Siempre hay excepciones, pero por lo escaso de ellas, hoy son más vergonzantes que honrosas.

La exigencia en la excelencia de ustedes, estudiantes de Derecho, no es de esperarse en un sistema que no la procura ni respecto de sus profesores(as). Han sustituido en su vida académica el sentido del salto por el del arrastre. Mediocres ha habido desde que el ser humano existe, como cualidad negativa humana que es la mediocridad, pero el número en épocas anteriores era hasta cierto punto soportable y tenía trazas de curable.

Hoy ustedes, jóvenes abogados(as), hacen las piruetas que pueden y hasta las que no pueden para arrastrarse de un nivel profesional a otro; de una clase a la siguiente, de la licenciatura a la especialidad o, quizá peor, contraen el abdomen para arrastrarse mejor y miran directo por una maestría y de ésta al doctorado. Ya ahí, la piel está lo suficientemente curtida para arrastrarse aún más y el segundo doctorado llega pronto.

En la licenciatura, la etapa más importante en su formación profesional, procuran a los profesores según su nivel de mediocridad: a mayor facilidad en la acreditación de una asignatura, mayor concurrencia habrá de tener ese profesor(a) en sus filas. Cumplen con la cuota: lo suficiente para acreditar una materia y tener así el “espacio” que les permita arrastrarse a la siguiente. Con ese método llega su graduación; responsabilidad compartida entre el ustedes y la institución en que durante años no han dejado más que polilla.

Lo que les espera a ustedes de eso: abogados si la menor madurez profesional, sin un criterio definido de lo que es la abogacía, sin un proceso mental asentado sobre el cómo y el porqué del Derecho o, dicho de otra manera, muchos de ustedes iniciarán su vida profesional con abundantes barbitas y aún muestras de acné (en el caso de los hombres) creyendo que cuentan ya con un cúmulo de supuestos conocimientos especializados que no son capaces de siquiera asimilar. No por incapacidad per se (salvo casos perdidos, la mayoría de ustedes tienen arreglo) sino porque se requiere de una madurez tal para procesar y no sólo acumular información en esa cosa que se llama cerebro.

Mírense a ustedes mismos con una cultura apenas digna de alumnos de educación básica, con total repudio de la lectura, minusválidos en el ejercicio de la escritura, cómodos con la idea del magister dixit pues el debate de las ideas implica un esfuerzo más allá de la cuota, ciegos ante la posibilidad que tienen y otros no, pasivos cuando se trata de exigir lo único a lo que tienen derecho: aprender, pero efusivos cuando la irresponsabilidad de otros se traduce en algunas horas libres o en un menor esfuerzo académico.

Pero también sus escuelas tienen lo suyo. Hoy las universidades, todas, las que los son y las que anuncian que lo son, olvidan o les es rentable olvidar el proceso de madurez que requieren los jóvenes recién formados en una profesión. Siempre venderá más un negocio-escuela que pueda decir que su índice de reprobación es el menor aunque su nivel de preparación no lo midan, o los que presumen que sus egresados logran post grados a los “veintipocos” años de edad.

Una institución que promueve un alto índice de reprobación basado en la exigencia, así como el requisito de la experiencia y la multicitada madurez profesional previa a niveles posteriores a la licenciatura será, además de un mal negocio, la última de las opciones de ustedes que buscan el tránsito por la educación superior con el menor esfuerzo y, definitivamente, la última opción para Tomás Rodaja.

Cierto es que hoy la excelencia y la experiencia se han desdeñado para optar por lo supuestos beneficios de la juventud. A ustedes les venden –y les venden bien- la idea de que sus historias académicas les brindarán toda clase de milagros. No se trata de afirmar que ustedes no tienen bondades por su juventud; las tienen y muchas, pero en definitiva deben entenderlas según la actividad en que puede rendir mejor para sí mismos o para los demás, pero sobre todo deben entenderlas como parte de un proceso que les exige esfuerzos más allá de los que señala un historial académico. Mientras ustedes cumplen sólo con sus cuotas de estudio, hay algunos que las superan; los mismos que el día de mañana tendrán la posibilidad de moverles la batuta, no por ser más altos, más rechonchos, más claros o más oscuros, sino porque en su momento entendieron que ser abogado implica un empeño mucho más allá de lo que lamentablemente hoy se les exige para serlo.

Así se ven anuncios presumiendo la vergüenza de postular legisladores de alrededor de 20 años, presidentes municipales y demás cargos que no son de poca importancia. Ello, lejos de hablar bien de la juventud, es una pésima referencia de los partidos que los postulan.

Los romanos, sensatos mucho más que quienes en ellos queremos reflejar las instituciones, entendían muy bien esa idea.

Los senadores debían ser siempre hombres (porque también eran machos) de al menos sesenta años. No porque existiera un gobernante Loperio Obradoris que se preocupara por sus viejitos y quisiera tenerlos activos a costa del erario, sino porque se sabía que a esa edad se había acumulado una singular experiencia, se había hecho ya –bien o mal- una vida que les permitiera tener el sentido de entrega hacia su pueblo. Porque se trataba de hombres forjados por la vida pública, militar y ciudadana con la cantidad de años vividos tal que debían nutrir su nación con las decisiones que les dictaba la experiencia atada del conocimiento.

Los diputados, por el contrario, debían ser hombres jóvenes, con la fuerza y el ímpetu bastante para defender a su pueblo, siempre controlados en sus arrebatos por las sabias canas de los senectos. No les estaba permitido llegar al senado con tan poca edad pues se pensaba –y se pensaba bien- que en esa etapa de su vida sus sentimientos miraban a crecer, acaudalarse, formarse una vida y un nombre, consolidarse.

En estos días, ustedes estudiantes y sus escuelas de Derecho, han olvidado todo ello, lo que tiene como consecuencia futuros abogados(as) menos que mediocres en su formación. Han confundido la prosperidad económica con el éxito profesional. Estiman que el abogado en ciernes es exitoso porque logra un empleo con ingresos decorosos, cuando lo óptimo debe siempre ser que el abogado mida su éxito en función de su capacidad de ejercer su profesión dignamente, con esa intención de ser el o la mejor en ella.

Secretarios –de Estado o de oficina-, jueces, magistrados, ministros, agentes del ministerio público, directores generales o jefes de departamento al servicio del Estado o de alguna entidad federativa lucen como pueden su ignorancia y su medianía, los distingue la pereza, la vulgaridad, el desapego absoluto al estudio (que debiera comenzar en su etapa más exigente cuando se termina la fase académica), el desinterés por pulir los conocimientos adquiridos en las aulas, son todas ellas calidades que distinguen a ese tipo de abogados. Siempre habrá excepciones pero, reitero, por lo pocas de ellas, son ya más vergonzantes que honrosas.

Flamantes egresados de escuelas-negocios y aún de las públicas, con no menos flamantes títulos de especialización; asesores, consultores, toda clase de “istas” (penalistas, corporativistas, mercantilistas, civilistas) y demás colguijes que penden de su calidad de abogados(as), han ocupado en la conciencia de la gente la imagen del abogado exitoso.

Ese tipo de “profesionales” sustituyeron la toga y el birrete –antaño símbolos de sabiduría- por la mera apariencia, aunque ésta no sea sino el envoltorio de una caja hueca de conocimientos. Lamentable es recibir jóvenes emprendedores, llenos de ánimo por lograr el éxito, pero armados con una mediocridad bruñida.

Timoratos, sin la menor idea de la dignidad que da el ser abogado(a), quizá porque para entenderlo se debe ser digno de tal título. Supuestos profesionistas que ejercen día a día la profesión bañados en faltas ortográficas, en total desconocimiento de la gramática como signo mínimo de cultura, refugiados en los formatos repletos de imperfecciones técnicas, conformes con el manejo vulgar de las instituciones jurídicas como si ningún sentido tuvieren las clases como el medio de lograr la pulcritud en el Derecho, plegados a las exigencias non sanctas de los superiores jerárquicos, conformes con ver remunerados sus servicios aunque estos sean de la menor calidad, o aunque estos atenten contra los principios que protestaron proteger al recibir el título que aprecian como un mero medio de posicionamiento social.

Muy lamentablemente eso son hoy ustedes, los estudiantes de Derecho y las instituciones que los “preparan”. Por supuesto –y nunca será suficiente el énfasis que en ello se haga-, hay instituciones preocupadas por la excelencia, hay jóvenes entregados al estudio, conscientes de la formación del carácter del abogado, con el espíritu de cuestionamiento que siempre debe ir de la mano de quien estudia la ley, capaces de conciliar el éxito bien entendido con la aplicación leal del Derecho, valientes insatisfechos de lo que en las aulas reciben y comprometidos con la creación del Derecho más que con su mera memorización, atrevidos en el perfeccionamiento de las ideas elaboradas, agudos en la crítica sin importar el autor de la idea original. Verdaderos abogados.

El miedo a determinadas palabras hace que se adopten otras por demás nocivas. El miedo a la palabra “elite” lleva a caer en la “mediocridad”; ambos sustantivos pero con significados opuestos. Cierto es que “elite” refiere un grupo selecto de personas por pertenecer a una clase socialmente elevada, pero también es cierto que la definición misma agrega: “o por destacar en una actividad”.

Esa actividad debe ser siempre el estudio. Las universidades, las que sí lo son, deben buscar siempre alumnas y alumnos de elite. No por pertenecer a una determinada clase social, sino por ser quienes destaquen en la actividad del estudio.

Si hay jóvenes que no cuentan con recursos para una vida académica decorosa, debe tenerse la sensibilidad de apoyarlos con la promesa de pago en sus estudio, en su calidad de estudiantes, en su compromiso con su profesión y con su segunda casa: su Universidad (en ocasiones la primera).

Dejen ya, jóvenes, los eufemismos vulgares y aprendan a llamar las cosas con el nombre que éstas tienen. En necesario que ustedes se vean como estudiantes de elite, sobresalientes en la actividad del estudio esforzado. Llamen ya mediocre al profesor que se conforma con firmar su asistencia aunque no ponga las pezuñas en su aula (porque esos no merecen tener pies); exijan lo único que tienen derecho a exigir: excelencia y compromiso en quienes tienen el honor de ser profesores(as); señalen, critiquen, analicen u juzguen lo que reciben en clase, pero no olviden que para ello es necesario el estudio previo y el conocimiento de lo que se trata de debatir. No orgullo más satisfactorio que el de saber más, como tampoco hay cosa más imperdonable que el terminar el día sin haber aprendido algo nuevo por cuenta propia.

Vomiten la idea de la recopilación de datos. Creen (de crear) Derecho y no sólo lo entiendan con la cretina idea de que todo está escrito y está escrito bien. Repudien a quienes se paran delante de un salón de clases a repetir ideas ajenas como si no debiera intervenir el cerebro en el proceso de enseñanza. Reclamen “Maestros” y no meros burócratas (en el sentido peyorativo de la palabra), busquen a quienes tienen la capacidad de formar más que de informar. Sean estudiantes de elite.

Vaya, pues, este reproche para los primeros, para aquellos que hoy serían motivo de vergüenza para Tomás Rodaja, para aquéllos que no serían capaces de servir a cambio de estudio, a cambio de la oportunidad de alimentarse de conocimiento para alimentar a otros de los derechos que les son atacados, el reproche para quienes jamás podrán honrarse a sí mismos y menos aún a sus nombres y a sus patrias.

Y vaya también el sentimiento de respeto para los jóvenes que, a pesar de las comodidades que hoy se les tienden enfrente, prefieren el camino áspero del esfuerzo, de los saltos y no del arrastre, de la excelencia y no de la mediocridad, del perfeccionamiento y no del conformismo vil, de los que entienden que el arrojo de su juventud les promete la sabiduría en la vejez y de los que entienden que la timoratería en sus pocos años sólo les traerá la cobardía mañana.

A la presencia –que no a la memoria- de Don Ernesto Gutiérrez y González. “Vidriera”

Formas de Estado y Formas de Gobierno. Doctrina Reciente

Formas de Estado

A. Formas de Estado propuestas por la doctrina reciente

El maestro Giuseppe de Vergottini previo a determinar cuáles son las dos verdaderas formas de Estado, hace una revisión de los esquemas de clasificación más significativos propuestos por la doctrina «reciente».

Comienza revisando el esquema propuesto por la doctrina marxista-leninista aceptado unánimemente por la doctrina oficial y por los estudiosos del Derecho de los países socialistas. Según este esquema

[…] la clasificación que resulte debe seguir el modelo cíclico teorizado por Marx, y hasta hoy nunca realizado por completo, que va desde la ausencia del Estado en las sociedades primitivas a su desaparición por ‘deterioro’ en el momento en que debe realizarse la sociedad comunista, pasando a través de las formas de Estado esclavista, feudal, burgués y proletario.[1]

Luego, habla de los esquemas establecidos por los cultivadores de la ciencia del constitucionalismo occidental, en donde éstos dan primacía a las variedades ideológicas y a las diversas orientaciones políticas históricamente manifestadas en la historia contemporánea. En palabras del Giuseppe de Vergottini, los cultivadores del constitucionalismo occidental identifican

[…] una tripartición entre Estados de derivación liberal (conocido como Estado de democracia clásica), Estado autoritario fascista y Estado socialista, que a veces se amplía en una cuadripartición, en cuanto que a las tres formas apenas indicadas se añade una cuarta, propia de los Estados de nueva formación. Otra orientación simplifica la clasificación reduciéndola a una bipartición entre Estados ‘pluralistas’ sujetos a la tradición de las democracias occidentales, que comportan una ‘organización constitucional’ de la competencia pacífica para el ejercicio del poder, y Estados ‘monopolíticos’ con partido único, que eliminan la oposición, definidos diversamente: totalitarios, autocráticos, monopartidistas, de poder cerrado, con independencia de ideología y de las orientaciones practicadas, o bien entre Estados con poder ‘repartido’ entre los individuos, los grupos y sus representantes (régimen constitucional, democracia) y Estados con poder ‘concentrado’ (dictadura, autocracia). En el primer caso se insiste en la alternativa pluralismo/monismo a nivel Estado/comunidad; en el segundo sobre la alternativa repartición/concentración de poder a nivel aparato estatal, pero es evidente la proximidad de ambos planteamientos.[2]

Como se desprende de la lectura de lo trascrito, son tres los esquemas identificados por los cultivadores del constitucionalismo occidental:

a) Uno que se basa en una tripartición, que si se toman en cuenta los Estados de nueva creación, se convierte en una cuadripartición: Estados de derivación liberal, Estados fascistas, Estados Socialista y Estados de nueva formación.

b) Uno que se basa en la alternativa pluralismo/monismo a nivel Estado/comunidad[3]: Estados pluralistas y Estados mono-políticos.

c) Por último, el que se basa en la alternativa repartición/concentración de poder a nivel Estado/aparato[4]: Estados con poder repartido y Estados con poder concentrado.

Nótese que los dos últimos esquemas establecen ya una orientación bipartita que ha servido como punto de arranque para el establecimiento de la actual tendencia respecto a las formas de Estado.

Es momento de explicar, entonces, los criterios y experiencias que sirven de apoyo para llegar a una correcta clasificación de las formas o tipos de Estado.

B. Criterios Metodológicos

El criterio que se deberá de seguir para la determinación de las formas de Estado, según el autor que hemos venido consultando, debe obedecer a una perspectiva basada en dos formas ideales elaboradas por abstracción mediante un procedimiento deductivo y comparado de experiencias teóricas conocidas.

A estas experiencias teóricas conocidas se llega mediante la previa determinación de «criterios metodológicos» a saber: a) criterio relativo a la titularidad y al ejercicio del poder estatal; b) criterio relativo a la modalidad del uso del poder, y c) criterio relativo a la finalidad del uso del poder.

En lo referente al primer criterio podemos decir que “[…] la titularidad del poder soberano puede pertenecer a la totalidad de individuos que forman parte de la sociedad política, a un grupo, a uno solo. El poder se ejerce mediante órganos conforme al principio de concentración o de distribución.”[5]

El segundo criterio se refiere, básicamente,

[…] a la formación de decisiones políticas y a su ejecución. La decisión puede ser consecuencia de consulta y debate o puede ser unilateral; puede tener en cuenta la actitud de los destinatarios previstos o puede prescindir de éstos; puede adoptarse respetando una pluralidad de posiciones individuales que consiente formas legales de contestación o una situación totalmente opuesta. La búsqueda del consentimiento de los gobernantes y la imposición unilateral son dos métodos contrapuestos con los cuales los gobernantes, titulares del poder, desarrollan su función constitucional.[6]

Por último, el tercer criterio, el de la finalidad del uso del poder, condiciona todas las orientaciones de un ordenamiento; es decir, trata lo relativo a la ideología oficial de un Estado establecida en un ordenamiento, pues

[…] cuando los órganos del poder adoptan una decisión política se proponen, también, una meta a alcanzar. Los fines concretos pueden ser muy variados, difícilmente agrupables a no ser que se individualice la ideología que caracteriza a un ordenamiento, la cual obra como principio mediante el cual las diversas inclinaciones de un gobierno son atribuibles a la homogeneidad y a la sistematización.[7]

Esos son, pues, los tres criterios que sirven para determinar las experiencias teóricas concretas que, comparadas entre sí y mediante un procedimiento deductivo y de abstracción, sirven para determinar las dos formas ideales, o mejor dicho, las dos Formas de Estado.

C. Experiencias teóricas concretas

Del uso de los tres diversos criterios que hemos apuntado se desprenden las siguientes experiencias históricas estatales: a) Estado de derivación liberal; b) Estado autoritario; c) Estado socialista, y d) Estado recién independizado.

El Estado de derivación liberal da especial énfasis sobre todo a las modalidades de uso del poder político. Reglas complejas se ocupan de los procedimientos de participación de los órganos en el proceso de formación de las decisiones y las garantías que corresponden a lo dictado en los preceptos constitucionales. En cuanto a la titularidad del poder, esta forma de Estado comenzó con soluciones oligárquicas llegando, después, a reconocer formas más amplias de participación con la extensión del sufragio, mientras que el ejercicio del poder implica siempre la articulación entre varios órganos según el principio de distribución. En cuanto a los fines, esta forma de Estado privilegió las libertades políticas respecto a las económicas y sociales en tanto que el objetivo por una igualdad sustancial de los individuos comenzó a adquirir credibilidad sólo en tiempos recientes.

El Estado socialista, que mira a la consecución del comunismo, en cuanto a los fines da preferencia al principio de igualdad sustancial, y de manera secundaria, en cuanto a la titularidad del poder, afirma privilegiar el principio de participación de la totalidad de los individuos en la actividad política, mientras el ejercicio del poder comporta formas sustanciales de concentración. Las modalidades de uso del poder comprenden formas de consenso guiadas y la imposición de la decisión política.

El Estado autoritario, que se difunde para contrastar al comunismo, rechaza de manera integral los principios del Estado liberal. En cuanto a la titularidad del poder las soluciones fueron de tipo monocrático [sic], y en cuanto a las modalidades de uso [del poder] se recurrió a formas de consenso guiadas y a la imposición.

Los Estados de la modernización, […] tienen como objetivo primario crear una entidad estatal y asegurar la igualdad de los individuos y el desarrollo (modernización). La titularidad del poder se regula por medio de formas monocráticas[sic] u oligárquicas y las modalidades de ejercicio del poder corresponden a la imposición.[8]

Como se puede observar en las anteriores anotaciones, los criterios metodológicos relativos a la titularidad y ejercicio del poder, a sus modalidades y a sus fines, se manifiestan de manera distinta en cada una de las anteriores experiencias teóricas. Pero independientemente de constatar cómo operan los tres principios reseñados, basta con el relativo a la finalidad del uso del poder para poder determinar a simple vista las varias realizaciones concretas del Estado contemporáneo (Estado autoritario, de derivación liberal, socialista y de nueva formación).

Lo anterior nos deja dos criterios: a) el de la titularidad y ejercicio del poder y b) el de las modalidades del poder.

De una «abstracción»[9] que se haga de las formas concretas reseñadas (experiencias conocidas) y utilizando como criterios ordenadores para dicha abstracción, la intersección de estos dos principios, obtenemos como resultado dos Formas de Estado: la Democrática y la Autocrática[10].

D. Estado Democrático

Los Estados Democráticos son aquellos en donde la titularidad del poder soberano puede pertenecer a la totalidad de individuos que forman parte de la sociedad política y donde la formación de decisiones políticas y su ejecución es  consecuencia de consultas y debates; donde en la formación de esas decisiones se toma en cuenta la actitud de los destinatarios previstos y éstas se adoptan respetando la pluralidad de posiciones individuales que consiente formas legales de contestación.

Algunas características que podemos mencionar de un Estado democrático son las siguientes: a) en el Estado democrático los gobiernos acceden al poder por elecciones periódicas competitivas; b) en el Estado democrático imperan ciertas reglas de consenso; c) el Estado democrático se distingue por la distribución del poder político, y d) el Estado democrático se inspira en la concepción de una sociedad plural.

a. Elecciones competitivas

Esta primera característica se refiere a las elecciones; es decir, a aquellos procedimientos instaurados relativos al escogimiento de los miembros del gobierno.

Ese procedimiento queda excelentemente definido en la definición mínima que da Joseph Shumpeter de democracia: “[…] el método democrático es el instrumento institucional para llegar a las decisiones políticas, en virtud del cual cada individuo logra el poder de decidir por medio de una lucha competitiva que tiene por objeto el voto popular.”[11]

Esta característica, en palabras de Fix-Zamudio y Valencia Carmona (p. 293), “[…] significa que la democracia excluye la violencia de la vida política y garantiza la libre competencia […]”.

b. Reglas de consenso

Todo Estado que se diga democrático debe observar ciertas reglas para llegar a un consenso; es decir, para tomar una decisión.

Humberto Cerroni nos ilustra certeramente:

[…] 1) regla del consenso, todo puede hacerse si se obtiene el consenso del pueblo, nada si no existe; 2) regla de la competencia, para construir el consenso, pueden y deben confrontarse libremente, entre sí, todas las opiniones; 3) regla de la mayoría, para calcular el consenso, se cuentan las cabezas, a cada una de ellas un voto, y la mayoría hará la ley; 4) regla de la minoría, si se queda en minoría se tiene a cargo la misión de criticar a la mayoría y combatirla en la próxima confrontación […]; 5) regla del control, en la constante confrontación que existe entre mayoría y minoría, la democracia debe ser un poder controlado o al menos, controlable; 6) regla de la legalidad, equivale a la exclusión de la violencia ya que la lucha por el consenso debe fundarse siempre por la ley; 7) regla de la responsabilidad, que implica la participación fundamental y creciente del ciudadano, sin la cual la democracia misma estaría en peligro. [12]

c. Distribución del poder político

En un Estado democrático el poder se distribuye a través de un sistema creado exprofeso para ello.

Fix-Zamudio y Valencia Carmona (p. 293), citando a Loewenstein, lo explican de la siguiente manera:

[…] el poder se distribuye entre varios e independientes detentadores del poder u órganos estatales que participan en la formación de la propia voluntad general del Estado; cada específica forma de gobierno se basa en el grado o medida de autonomía e interdependencia de los diferentes detentadores del poder, así hay interdependencia por integración como en el parlamentarismo europeo o interdependencia por coordinación como en el presidencialismo americano.

d. Concepción de una sociedad plural

La concepción de una sociedad plural, según apuntan André Hauriou y Jean Gicquel, tiene su fundamento en la filosofía política.

Entre los seguidores de la sociedad plural se pueden mencionar a Spinoza, Locke, Montesquieu y Voltaire.

Según apuntan Fix-Zamudio y Valencia Carmona (p. 294), en la sociedad plural “[…] existe una profunda creencia en el valor del dialogo [i. e. diálogo] y los ciudadanos participan no sólo respecto de la marcha concreta de los asuntos públicos, sino también en las decisiones más importantes para la conducción de un país o la organización de la sociedad […]”.

E. Estado autocrático

Los Estados autocráticos o autoritarios en sentido lato son aquellos en donde la titularidad y el ejercicio del poder corresponden a un grupo o a una sola persona. El poder se ejerce mediante órganos conforme al principio de concentración; la toma de decisiones y su ejecución es de forma unilateral; en la toma de decisiones se prescinde de la opinión de los destinatarios sin tomar en cuenta la pluralidad de posiciones individuales.

Algunas características que podemos mencionar de los Estados autoritarios son las siguientes: a) en el Estado autoritario los gobiernos acceden al poder por otros medios distintos a las elecciones periódicas competitivas; b) en los Estados autoritarios las reglas de consenso no son necesarias; c) el Estado autoritario se distingue por la concentración del poder, y d) el Estado autoritario se inspira en la concepción de una sociedad de carácter totalitario, en un cierto cuerpo doctrinario que imprime una «mentalidad peculiar» o a veces un simple fenómeno de fuerza.

No explicaremos a detalle cada una de estas características, como lo hicimos con el Estado democrático, puesto que explicarlas sería decir exactamente lo contrario a lo ya afirmado sobre el Estado democrático.

3. Las formas de gobierno de los tipos de Estado, un esquema

No pretendemos aquí explicar cada una de las formas de gobierno. Hacer tal desbordaría los límites de esta investigación. Por tal razón sólo nos limitaremos a describir aquí que formas de gobierno corresponden a cada tipo de Estado.

En primer lugar, respecto de las formas de gobierno del Estado democrático podemos mencionar que son tres los criterios que se proponen para revisarlas:

a) Las relaciones entre los órganos constituidos y la distribución del poder entre unos y otros; es decir, las formas de gobierno Presidencialista y Parlamentarista (queda abierta la posibilidad de incluir aquí otras modalidades, v. gr. Gobierno de directorio, de asamblea, etc.)

b) La existencia de esferas competenciales autónomas o la carencia de ellas en las diversas zonas en las que se divide el Estado, bajo la organización autonómica, producto de una federación, o la central (unitaria) en la que no existe autonomía de las provincias o regiones.

c) Los grados y formas de participación ciudadana en los procesos del poder político; es decir, lo relativo a los mecanismos de democracia representativa y los de democracia indirecta.

En segundo lugar, respecto de las formas de gobierno del Estado autocrático podemos mencionar con el doctor Covián Andrade que:

[…] Por lo que corresponde a las formas de gobierno de los Estados autocráticos se ha tomado un criterio de clasificación exclusivamente, que a nuestro juicio es el más relevante tratándose de este modelo (autocrático), con sus dos variantes (totalitario y autoritario), a saber: el órgano, la instancia, o en general, el punto de concentración del poder político. Esto no significa que la única estructura que configura la forma de gobierno de estos Estados sea la figura del detentador exclusivo y excluyente del poder. Inclusive, pueden encontrarse en estos modelos instituciones y formas de organización similares a las del modelo democrático, si bien es cierto que su presencia es solamente normativa-formal y su aplicación nula. Por ejemplo, la ex Unión Soviética estaba organizada bajo la forma de gobierno federal, lo cual no significa que con base en ella se hubiese producido un proceso de descentralización del poder en sentido vertical […][13].


[1] De Vergottini, p. 91.

[2] Ibídem, p. 91.

[3] Cuando el autor se refiere a Estado/comunidad, intenta destacar la participación del elemento <<población>> del Estado.

[4] Se refiere el autor a la participación del elemento «gobierno» del Estado.

[5] De Vergottini, p. 96.

[6] Ídem

[7] Ídem

[8] Ibídem, p. 97.

[9] Según el Diccionario de la Lengua Española abstracción es “s. f. Acción y efecto de abstraer” y Abstraer es “verbo tr. Separar por medio de una operación intelectual las cualidades de un objeto para considerarlas aisladamente o para considerar el mismo objeto en su pura esencia o noción”.

[10] Estas dos formas de Estado ya eran conocidas por Kelsen, quien en su Teoría Pura del Derecho, p. 235, escribe que “La integración y constitución del órgano legislativo es uno de los factores más importantes que determinan la denominada forma de Estado. Si tenemos a un individuo único, sea un monarca hereditario o un dictador llegado al poder revolucionariamente, contaremos con una autocracia; si se trata de la asamblea de todo el pueblo, o de un parlamento elegido por el pueblo, tendremos una democracia.”

[11] Capitalismo, Socialismo y Democracia, Barcelona, Orbis, 1983, p. 53, citado por Fix-Zamudio, Héctor y Salvador Valencia Carmona, p. 293.

[12] Reglas y valores de la democracia, México, Patria, 1991, p. 191, citado por Fix-Zamudio y Valencia Carmona, p. 293.

[13] Teoría…, Vol. Primero, p. 342.

Formas de Estado y Formas de Gobierno

FORMAS DE ESTADO Y FORMAS DE GOBIERNO

1. Introducción

Todos los doctrinarios modernos ─desde principios del siglo XX hasta nuestros días─ que se ocupan del estudio del Estado y su explicación teórica dedican grandes esfuerzos para aclarar lo que las formas de Estado y las formas de gobierno son. Sin embargo, debemos apuntar aquí, las formas de Estado ─paradójicamente─ no son fruto de la Teoría del Estado; no fueron gestadas en el seno de ésta.

Las formas de Estado comenzaron a ser desarrolladas por el Derecho Constitucional; son producto “[…] de la técnica constitucional moderna, tanto en el terreno del Derecho interno como en el del Derecho Internacional.”[1]

Pero, como apuntábamos, además de las formas de Estado, los cultivadores de la Ciencia Política tratan también sobre otro tipo de formas: las formas de gobierno, luego, ¿son las unas y las otras lo mismo?

La respuesta a esta interrogante se ha ido delineando con exactitud a través de la historia. Ésta nos muestra como en la antigüedad las nociones de Estado y gobierno eran confundidas y que fue menester un estudio profuso sobre lo que es aquél ─el Estado─ y lo que éste es ─el gobierno─ para delimitar las diferencias y clarificar cada una de esas formas ahora tratadas por la Teoría del Estado.

En resumen, la respuesta a la interrogante planteada es en sentido negativo: no es lo mismo forma de Estado que forma de gobierno, pues al ser el Estado una «sociedad total jerarquizada», o dicho de otra forma, la unidad total ─pueblo y gobierno a la vez─, entonces, el gobierno es sólo una parte del Estado: la parte encargada de llevar al pueblo a la consecución del bien público temporal.

Así, entre Estado y gobierno hay una relación del todo a la parte.

Apuntalando lo anterior podemos citar lo que dicen Héctor Fix-Zamudio y Salvador Valencia Carmona (p. 243) sobre este punto:

[…] el Estado es un término muy genérico y que designa a la totalidad de la comunidad política, en otras palabras, a un conjunto de instituciones y de personas ─gobernantes y gobernados─ que forman una sociedad jurídicamente organizada sobre un espacio geográfico determinado; el vocablo gobierno, en cambio, es mucho más restringido, comprende solamente la organización específica de los poderes constituidos al servicio del Estado, mismos que son, principalmente, los órganos Legislativo, Ejecutivo y Judicial.

También lo que dice Sánchez Bringas (p. 298)  sobre formas de Estado y de gobierno:

Las primeras [formas de Estado] se refieren a la organización total del Estado como unidad política, como estructura con personalidad en la comunidad internacional; hablamos así del Estado federal, del autonómico y del unitario. Por su parte, las formas de gobierno enfocan la específica manera en que se organiza el poder público de un Estado, o sea, caracterizan al Estado por la forma en que se aplican las normas que rigen a los órganos públicos, en especial el Ejecutivo y su relación con los gobernados; nos referimos, entonces, a la república, a la monarquía y a la democracia.

Y, por último, Burgoa Orihuela (p. 401):

El criterio distintivo entre ambas formas debe radicar en la diferencia clara que existe entre Estado y gobierno […] El Estado es una institución pública dotada de personalidad jurídica, es una entidad de derecho. El gobierno, en cambio, es el conjunto de órganos del Estado que ejercen las funciones en que se desarrolla el poder público que a la entidad estatal pertenece, y en su acepción dinámica se revela en las propias funciones que se traducen en múltiples y diversos actos de autoridad. […] el gobierno es algo del Estado y para el Estado, pero no es el Estado.

En suma, las formas de Estado son la peculiar manera de ser de un Estado. Son la especial «forma» que adopta un Estado[2].

Las formas de gobierno son, como apunta atinadamente Miguel Covián Andrade, las “[…] estructuras jurídico-políticas por medio de las cuales se realiza el ser o modo de ser del Estado, previamente determinado.”[3]

Pero, entonces, si forma de Estado y forma de gobierno no son lo uno ni lo mismo ¿existe alguna relación entre ambas formas?

Covián Andrade lo resume de una forma excelsa: “[…] de una adecuada estructura de la forma de gobierno, depende el grado de concreción del modelo abstracto de Estado que se haya elegido.”[4] Es decir, si la forma de Estado es la manera de ser de un Estado, luego, la forma de lograr esa manera de ser lo es a través de acciones concretas realizadas por alguien concreto: «el gobierno». Por tanto, las formas de gobierno son las especiales formas que toman las estructuras político-jurídicas para lograr las concreciones de lo que el Estado busca ser.

En resumen, se puede decir que “[…] La pregunta sobre el tipo de Estado se refiere a cuestiones substantivas y se plantea inquiriendo sobre el ‘qué’ y el ‘para qué’ de la construcción estatal.”[5] Las formas de gobierno explican el “[…] ‘cómo’ se traducirán sus definiciones esenciales en hechos concretos.”[6]

También podemos apuntar lo que señalan Fix-Zamudio y Valencia Carmona (p. 244), respecto a la relación que guardan las formas de Estado y de gobierno:

[…] existe una relación muy íntima y estrecha entre las formas de Estado y las formas de gobierno. […] ambas formas se implican e influyen recíprocamente; […] ‘toda forma de gobierno se encuadra en una forma de Estado más amplia que condiciona a la anterior’; existe una concepción de fondo acogida por cada Estado en cuanto a sus bases económicas, sociales, políticas y a las directrices que inspiran su acción, ‘esta concepción de fondo, da forma al Estado, e influye en concreto sobre la actuación de la forma de gobierno’. Por otra parte, es también cierto que ‘la elección de la forma gubernamental incide sobre la misma forma de Estado’ […]”.

Siguiendo la misma dirección que las apuntadas por Covián Andrade, Fix-Zamudio y Valencia Carmona, está Giuseppe de Vergottini (p. 89) quien sobre forma de Estado afirma que ésta es “[…] el conjunto de elementos que caracterizan a las finalidades planteadas como objetivos de acción de los órganos constitucionales.” [Las negritas son nuestras].

Por forma de gobierno entiende el autor italiano “[…] el complejo de instrumentos que se articulan para conseguir las finalidades estatales […]”.[7]

Y termina apuntando que

La distinción entre forma de Estado y forma de gobierno tiene como objetivo resaltar cómo las estructuras de gobierno disciplinadas por las diversas Constituciones, con respecto a la titularidad y al ejercicio de las funciones soberanas, no pueden considerarse prescindiendo de la concepción de fondo acogida por cada Estado en cuanto a bases económicas, sociales y políticas y a los relativos principios directivos en el cual inspiran su propia acción.[8]

En conclusión, el Estado, o más bien la forma de Estado, establece los objetivos (el para qué) de los órganos de gobierno (órganos constitucionales), y éstos son, precisamente, los instrumentos (el cómo) para conseguir dichas finalidades.

2. Formas de Estado tradicionales

Queremos advertir, antes de comenzar con el desarrollo de este tema, que sólo haremos un superficial estudio sobre lo que se creían eran las formas de Estado; es decir, no nos interesa pasar a discutir temas que, aunque conservan un preciado valor histórico, han sido superados por la teoría moderna.

Las formas de Estado que se catalogan de tradicionales consisten en unas clasificaciones hechas ya desde hace bastante tiempo.

A. Estados Compuestos y Estados Simples

Como decíamos, hace bastante tiempo se creía que las formas de Estado eran, tomando en cuenta la estructura y conformación territorial ─criterio superado e inaceptable para determinar la manera de ser del Estado, por cierto─  dos: las formas simples de Estado y las formas compuestas de Estado.

Los Estados simples corresponden a la época en que nace el Estado moderno, cuando éste sólo se encargaba de las tareas políticas más elementales, esto es, el gobierno, la hacienda, la guerra y las relaciones exteriores, que fueron principales ministerios que en aquel entonces se crearon […]

Los Estados compuestos son los que se unen manteniendo su independencia o cuando menos conservan partes internas que gozan de cierta autonomía, aunque dichas partes estén unidas por un lazo común.[9]

B. Formas arcaicas de Estado compuesto

Si, como ya apuntamos, las formas de Estado tradicionales han sido superadas, las formas de estado arcaicas de las que con tanta soltura hablaban los tratadistas del siglo pasado y ante pasado, hoy en día ya no existen. Sólo las mencionaremos brevemente para cubrir el itinerario propuesto y que se vea y se pueda contrastar mejor con las que son las verdaderas formas de Estado.

Dentro de las formas arcaicas de estados compuestos encontramos a la Unión Real y a la Unión Personal.

La Unión Personal “[…] aconteció cuando en la persona del monarca se reunieron las Coronas de dos Estados, pero éstos conservaron su forma política y restaron también independientes […]”.[10]

Se trataba de la unión en la persona del monarca de los «gobiernos»  ─representados por la institución «corona»─ de dos o más Estados y no, propiamente, de la unión de Estados.

Pero resulta que los Estados de esos gobiernos que se unían, al ser monarquías eran, por consecuencia, Estados Unitarios, por lo que al darse la unión referida se convertían, por ese sólo hecho ─según los teóricos de antaño─, en Estados Compuestos.

Luego, en este tipo de uniones, precisamente esa unión de gobiernos es la que determina la complejidad o simplicidad del Estado.

Como se ve, es fácilmente detectable el porqué este tipo de clasificaciones han sido superadas por la doctrina moderna. La Unión Personal no es una forma en sí de Estado, sino de gobierno.

Por otro lado, y aparte de las Uniones Personales, tenemos las Uniones Reales.

Éstas, además de unir en la persona del monarca la autoridad máxima de los gobiernos de dos o más Estados, forman un bloque que defiende, hacia el exterior, los intereses de los Estados con gobiernos unidos.

Fix-Zamudio y Valencia Carmona (p. 250), sobre Uniones Reales dicen: “[…] La Unión Real va un poco más allá de la personal, no sólo los Estados [entiéndase los gobiernos de los Estados, y de éstos ─los gobiernos─ el cargo o potestad máxima] están unidos en la persona del mismo monarca, sino también ponen en común las relaciones exteriores e incluso puede ser que la defensa nacional y la finanzas […]”.

Burgoa Orihuela (p. 405) opina sobre estas dos formas de Estado arcaicas expuestas que “Dichas ‘uniones’ no merecen el calificativo de ‘formas de Estado’, toda vez que no dan nacimiento a un Estado distinto de los que se unen por modo personal, o real, pudiendo subsumirse, según el grado de descentralización o centralización, en el tipo ‘Estado federal’ o en el de ‘Estado unitario’ […]”

C. La Confederación y la Federación, sus diferencias

Dentro de las Formas de Estado tradicionales compuestos se estudian también dos tipos que presentan una especial semejanza: la Confederación y la Federación.

Nos interesa aquí establecer las diferencias entre un tipo y el otro.

La confederación es una unión de Estados independientes y soberanos en virtud de un pacto, en la mayoría de los casos un tratado multilateral, “[…] para defenderse en común de las agresiones exteriores y para asegurar la paz y promover el bienestar en el interior.”[11]

Pero, como apuntan Héctor Fix-Zamudio y Salvador Valencia Carmona (p. 250), en la Confederación se presenta un peculiar fenómeno que va más allá de la simple alianza, pues además de ésta

[…] hay una dieta o asamblea que se reúne periódicamente para tratar asuntos comunes previstos en el tratado que crea la organización confederal; cada Estado confederado tiene la libertad de retirarse de la confederación cuando así lo juzgue pertinente, así como de relacionarse internacionalmente con otros países.

La Federación, como la confederación, es también una asociación, pero no ya de Estados, pues éstos para ser tales ─Estados─ necesitan ser soberanos (según la doctrina tradicional), sino más bien de entidades federativas. Es, pues, una unión de entidades federativas que gozan de plena autodeterminación en lo que respecta a sus gobiernos interiores. Luego, en la federación es dable hablar de «niveles de gobierno»: uno que es federal y otro que es local (de las entidades federativas).

El maestro Manuel García Pelayo ha puntualizado excelsamente las diferencias entre Confederación y Federación:

La confederación se basa en un tratado internacional, mientras que el Estado Federal tiene como supuesto una Constitución en el sentido jurídico-político de la palabra. 2a. Por tanto, la Confederación es una entidad jurídico-internacional, mientras que el Estado Federal es una entidad jurídico-político. 3a. En la Confederación, los estados miembros están vinculados de modo inmediato a la comunidad internacional; en el Estado Federal, sólo la Federación es sujeto de Derecho internacional. 4a. Esta circunstancia, unida al hecho de basarse en una Constitución, hace que sólo la Federación tenga poder originario y la competencia de las competencias, y, por consiguiente, que sólo ella sea soberana; en cambio, en la Confederación, la soberanía continúa perteneciendo a los Estados miembros. 5a. En relación con su carácter soberano se encuentra el hecho de que las decisiones de la Federación obligan directamente a los ciudadanos; en cambio, la Confederación carece de poder directo, de manera que sus decisiones, para convertirse en vinculatorias[sic], han de transformarse en leyes de los diversos Estados. 6a. Las relaciones de la Confederación con los Estados confederados y de éstos entre sí son de Derecho Internacional, sea general, sea especial, el cual es, en cambio, incompetente para juzgar las relaciones internas del Estado Federal. [12]

En resumen, podemos afirmar que ambas, la federación y la confederación, surgen de un pacto entre Estados pero una vez dado este pacto, la situación jurídico política de los Estados varía sustancialmente en uno y otro casos, pues mientras que en la federación esos Estados firmantes desaparecen y se integran en un nuevo «Estado Federado», en la confederación cada Estado pactante mantiene su independencia y es libre de abandonar el pacto, es decir, tiene el derecho de secesión.

3. Estado Unitario

El Estado Unitario se caracteriza por concentrar el poder en un solo centro. Se presenta en este tipo de Estados un fenómeno relacional que va o surge del centro y llega a las periferias.

Los departamentos, provincias o cualesquiera otras semejantes, no gozan, dentro del Estado unitario, de autonomía ni autodeterminación. Están a expensas de lo que las autoridades centrales determinen.

Se han clasificado a los Estados Unitarios en dos: Estados unitarios simples y Estados unitarios complejos.

El Estado unitario simple en la actualidad casi ha desaparecido. Casi no existen ya Estados donde no se deleguen funciones de gobierno a ciertas autoridades periféricas[13]. La descripción de los Estados Unitarios simples goza ahora de un valor meramente ilustrativo, didáctico.

Actualmente los Estados unitarios han desconcentrado el poder y han cedido en parte atribuciones a los distintos departamentos, provincias, cantones o cualesquier otros semejantes.

A este tipo de Estados Unitarios que han desconcentrado atribuciones se les califica hoy en día de «complejos» dado que cuentan con una estructura de gobierno más avanzada en donde los focos de toma de decisiones se encuentran ya distribuidos y dejan de estar concentrados. Y es que es imposible ─dado la complejidad que ha adquirido en nuestros días gobernar─ que un solo centro tome todas las decisiones relativas a los menesteres de un Estado.

4. Estado Federal

El vocablo «federal», como lo apunta Covián Andrade[14], proviene de la palabra latina foederation y ésta tiene su raíz en foederis que significa «del pacto». Luego, federar significa elaborar un pacto.

El diccionario de la Lengua Española dice que el vocablo federar proviene del latín foedérare y que es un verbo de los transitivos que significa unir por alianza, liga, unión o pacto entra varios.[15]

En materia política y constitucional la palabra federación adquiere una significación especial puesto que no avoca ya simplemente a un pacto ni tampoco alude a la mera posibilidad de que «algunos» ─así indeterminadamente─ se unan, sino que alude a la idea ─determinada─ de que quienes se unen son Estados.

Por tanto, la palabra federación puede tener dos sentidos a saber: uno que significa el pacto por el cual dos o más Estados deciden, mediante un acto de potestad, formar un nuevo Estado Federal, y otro que significa ─precisamente─ ese nuevo Estado Federal formado.

De lo anterior podemos inferir que si la federación es la unión, luego, el proceso para formarla va de las partes al todo; es decir, aquel que aglomera las partes que hasta ese momento se encontraban separadas para formar un todo nuevo y unitario (proceso centrípeto).

Lo anterior permite diferenciar en el proceso de creación de la federación el antes y el después de la naturaleza de los entes (partes) que forman ese nuevo Estado.

Antes de la creación de la federación (pacto) lo que existen son Estados (partes), en el sentido propio jurídico y político de la dicción; después de la formación, es decir, después de que esos Estados se federan, pierden tal calidad ─la de Estados─ y se convierten en «entidades federativas».

En congruencia con lo anterior, si hablamos de un pacto en virtud del cual se unen ─federan─ unos Estados, debemos también decir que ese pacto es de adhesión, no de sumisión incondicional, con lo que se explica que esos Estados que se unen no se anulan a sí mismos ni entregan ilimitadamente toda su capacidad al nuevo Estado Federal.

Esos que fueron Estados, y que en virtud del pacto se convierten en entidades federativas o federadas, «conservan su ámbito propio de acción» integrada por determinadas atribuciones y facultades que ejercitan de manera «autónoma» dentro de su esfera competencial.

Y es que, como apunta Covián Andrade[16], “[…] quienes admiten el pacto establecen las condiciones de creación del Estado Federal, una de las cuales es esencial a esa forma de gobierno […] y consiste en esa reserva de facultades jurisdiccionales que constituye la autonomía de las entidades federativas”.

La consecuencia que trae aparejada la «federación» (unión) es la desaparición de las partes (Estados) que la formaron y su fusión en uno nuevo (el Estado Federal), pero, repetimos, sin la anulación total de esas partes pues en su lugar aparecen las entidades federativas con esferas de competencia autónomas.

Ahora bien, independientemente de lo ya reseñado, es conveniente apuntar aquí otro proceso de integración de un Estado Federado. Se trata del proceso inverso. El que hasta aquí hemos descrito parte de una verdadera unión de Estados; toca ahora describir el proceso centrífugo.

El proceso centrífugo ─en sentido inverso al centrípeto─ parte de un Estado (todo) que decide adoptar la forma federal y para tal dota de autonomía a las partes (provincias, territorios internos) que lo integran. De manera más ilustrativa: un Estado que se divide, o mejor dicho, se subdivide hacia adentro.

Este proceso de creación de Estados Federados se presentó, sobre todo, en América Latina (caso de Brasil) durante el siglo XIX.

Se trata, como lo describe Burgoa Orihuela (pp. 408 y 409), de una formación de la federación por dispersión.

En rigor, se podría decir que este tipo de Estados ─subdivididos hacia adentro─ no son una federación puesto que no son una unión de Estados sencillamente porque tales Estados no existieron. Se trata de un proceso  artificial o inexistente aun cuando la característica de la autonomía sí está presente. Las federaciones hacia adentro no son tales, es decir, Uniones de Estados. Pero, hay que hacer esta salvedad, cuando negamos que son federaciones, negamos que lo sean en el primero de los sentidos ya apuntados: «el pacto por el cual dos o más Estados deciden, mediante un acto de potestad, formar un nuevo Estado Federal».

La realidad ─que no podemos soslayar─ nos enseña que tales Estados formados en sentido inverso al proceso centrípeto actúan y se gobiernan de la misma manera que cualquier otro Estado federado. Es decir, el resultado es el mismo: dotación de autonomía hacia ciertas entidades, territorios, provincias o como quiera que se les llame, y, de igual forma, se hacen llamar «Federaciones».[17]

5. Estado Regional

El Estado Regional pretende, en palabras de Fix-Zamudio y Valencia Carmona (p. 275), constituirse en una figura intermedia entre el Estado unitario y el Estado federal.

Y es una forma intermedia porque dichos Estados atribuyen autonomía (o atribuciones autonómicas) a las regiones (en esto se acerca al Estado Federal) pero no les permite a éstas participar en la concreción de la voluntad nacional (y aquí al Estado Unitario).

Ferrando Badía, citado por Burgoa Orihuela (p. 404), sobre este tema afirma que además del Estado Federal y del Estado Unitario existe otro: el Regional. Como es lógico, la base de éste último es la región la cual es “un hecho geográfico, etnográfico, económico, histórico y cultural vivido en común”.

Burgoa Orihuela opina que la región tiene como centro esencial a un determinado elemento humano o colectividad asentada en un cierto territorio con los elementos que el ante citado autor menciona; sin embargo, ese supuesto Estado regional devendría en una entidad independiente, o una entidad federativa, o una división política y administrativa de un Estado unitario. Opina el Maestro Burgoa que en el fondo la región ─que no debe confundirse con el espacio territorial─ equivale a la «nación» misma o, al menos, a una cierta «nacionalidad»; vistas éstas desde una perspectiva sociológica.

Concluye Burgoa Orihuela (p. 404) señalando que

Si esa región, nación o nacionalidad viven dentro de un Estado unitario o dentro de un Estado federal, su existencia no autoriza a considerarla como una forma estatal diferente de las dos anotadas; y si una región, nación o nacionalidad se organiza jurídica y políticamente de manera autónoma, autárquica o descentralizada, su implicación será la de Estado federado o de departamento descentralizado, respectivamente, dentro de un Estado federal o de un Estado unitario.

En conclusión, opina Burgoa que en puridad lógica, jurídica y política no existen los Estados Regionales.

6. Formas tradicionales de Gobierno

Queremos advertir, igual que hicimos con las formas de Estado, que sólo haremos un superficial estudio sobre lo que se creían eran las formas de Gobierno; es decir, no nos interesa pasar a discutir temas que, aunque conservan un preciado valor histórico, han sido superados por la teoría moderna.

Las formas de gobierno que se catalogan de tradicionales consisten en unas clasificaciones hechas ya desde hace bastante tiempo.[18]

A. Monarquía

La monarquía es la forma de gobierno donde el Jefe de Estado es el monarca o rey, el cual obtiene el cargo por sucesión y lo ejerce durante toda su vida además de que se haya revestido de una posición mayestática.

Fix-Zamudio y Valencia Carmona (p. 271) apuntan las siguientes características sobre la monarquía, y en especial, sobre la persona del monarca:

[…] a) carácter dinástico, el nacimiento condiciona el nombramiento de jefe de Estado según un orden de suceder al trono previsto en la costumbre o en la ley, aunque este carácter a veces se atenuaba […]; b) carácter vitalicio, el monarca ejerce su cargo durante todo el transcurso de su existencia, a no ser que se incapacite gravemente, abdique o renuncie a la Corona; c) carácter inviolable, el monarca es irresponsable desde el punto de vista político […]”.

B. República

En la república, a diferencia de la monarquía, el cargo de Jefe de Estado lo ejerce una «magistratura» electiva, temporal, responsable y predominantemente coordinadora de los órganos públicos.

Fix-Zamudio y Valencia Carmona (p. 270) apuntan las siguientes particularidades de la República:

[…] a) carácter electivo, en cuanto el jefe del Ejecutivo es nombrado por consulta a la voluntad popular […]; b) carácter temporal, el jefe de Estado ocupa su cargo temporalmente, durante un cierto lapso mayor o menor; c) carácter responsable, en razón de que el mandatario sí se encuentra comprometido en su gestión gubernamental, claro está que por la superioridad de su encargo su responsabilidad es excepcional para salvarlo de acusaciones temerarias o infundadas.

7. Forma de Gobierno Parlamentaria

Esta forma de gobierno, junto con la presidencial, debe su existencia al uso que en la práctica ha recibido el principio de «división de poderes»; es decir, su desarrollo y formulación teórica se debe al desarrollo empírico que tuvo el mentado principio.

Y es que entre los «poderes» ejecutivo y legislativo, según apuntan Fix-Zamudio y Valencia Carmona (p. 275), pueden establecerse relaciones muy variadas, en razón de que alguno de ellos puede tener una situación de preeminencia respecto del otro o bien mantenerse ambos en situación de equilibrio.

En la segunda de las situaciones planteadas estaremos hablando del régimen parlamentario. En la otra, es decir, cuando exista una separación ortodoxa entre amos poderes, estaremos en presencia del régimen presidencial.

Aquí toca hablar del régimen parlamentario.

Este régimen, como apuntamos, pretende lograr una relación equilibrada entre el «poder» ejecutivo y el «poder» legislativo. Karl Loewnstein lo resume en la siguiente fórmula «interdependencia por integración», en razón de que el órgano ejecutivo está fusionado con el parlamento, pues todos los miembros de aquél deben ser forzosamente parte de éste.

Todo gobierno parlamentario comparte ciertos elementos comunes a saber: ejecutivo dual o bicéfalo, el gabinete ministerial, el parlamento y la responsabilidad política.

A. Ejecutivo dual o bicéfalo

En el régimen parlamentario se entrega el órgano ejecutivo a dos sub-órganos diferentes en funciones: el jefe de Estado y el jefe de gobierno.

El jefe de Estado es nombrado por un periodo prolongado. Puede recaer este cargo en la persona de un monarca o en un presidente de la república. Este funcionario en el cual recae la jefatura estadual suele ser irresponsable políticamente, en virtud de que no gobierna; es decir, en él no está ya la facultad de tomar las decisiones políticas.

Ahora bien, el jefe de Estado no es, por el motivo antes dicho, una figura inútil. El jefe de Estado personifica la unidad y continuidad del Estado-nación, por lo cual puede actuar como un órgano de equilibrio en el gobierno político y en ciertos casos puede actuar dirimiendo litigios entre el Parlamento y la otra cabeza del órgano ejecutivo (el jefe de gobierno y su gabinete).

El jefe de gobierno, denominado primer ministro, tiene a su cargo el efectivo poder político y la administración del país.

Incumbe al jefe de gobierno formar el ministerio, decidir la política a seguir y comprometer la responsabilidad del gobierno del parlamento, por eso puede eventualmente demandar la disolución de la asamblea, pedir un voto de confianza de ella o solicitar la revocación de sus ministros. En la época contemporánea, varias de las Constituciones en vigor consagran jurídicamente la supremacía del jefe de gobierno sobre los otros miembros de éste y le dan un verdadero poder jerárquico sobre estos últimos.[19]

B. El gabinete

En los regímenes parlamentarios los ministros, que junto con el jefe de gobierno se encargan de la administración pública, forman un sub-órgano colegiado que dispone de atribuciones propias.

En el seno del gabinete se discute y aprueba la política general del gobierno, así como los principales asuntos concernientes a la actividad gubernamental.

Lo destacable aquí es que todos los ministros miembros del gabinete son a la vez miembros del parlamento. De esto resulta que el gabinete funge como un medio entre el jefe de gobierno y el parlamento; es decir, “Mediante el gabinete […] se establece la colaboración entre el Ejecutivo y el Parlamento […]”[20]

Lo anterior es así pues si los miembros del gabinete son a la vez miembros del parlamento, es decir, si los miembros del gabinete tienen la facultad de participar en las decisiones al ser parte del parlamento también, luego, forzosamente deben defender las políticas que como miembros del gabinete gestionan ante el Parlamento. Por tanto, tienen un acceso constante al parlamento y son responsables políticamente ante él.

C. El Parlamento

El parlamento es el órgano legislativo del cual depende la permanencia del Jefe de Gobierno, ya que éste está sujeto a la constante supervisión de aquél.[21]

Fix-Zamudio y Valencia Carmona (p. 277) anuncian que entre el parlamento y el órgano ejecutivo[22], más concretamente el Jefe de gobierno, existe un control recíproco en la acción. En sus palabras:

El gobierno debe contar con la confianza del Parlamento en su gestión, si la pierde está obligado a dimitir; de ahí que los ministros tengan responsabilidad política frente a la asamblea que puede ser individual o colectiva, aquélla porque cada ministro tiene una responsabilidad personal respecto de las acciones que con motivo de su cargo realiza, y ésta porque en la política general de gobierno todos los ministros son solidarios ante el Parlamento.[23]

D. Responsabilidad Política

Como apuntamos inmediatamente arriba, el órgano ejecutivo ─Jefe de gobierno─ debe contar con la confianza del Parlamento, pues éste está siempre vigilante de lo que aquél haga, y en determinado momento, cuando lo que aquél haga no le satisfaga al Parlamento, puede éste amenazarlo con enjuiciar su actuación y retirarle su apoyo. Este mecanismo de «amenaza y retiro» suele llevarse a cabo a través de instituciones o instrumentos como la «interpelación»[24], la «moción de censura»[25], la «moción de desconfianza»[26], y la «moción de desconfianza constructiva»[27].

Por su parte el Jefe de Gobierno cuenta, también, con ciertos instrumentos mediante los cuales puede promover la responsabilidad política de su actuar: la «moción de confianza».

Mediante este instrumento el Jefe de gobierno plantea a la asamblea se pronuncie sobre la política que ha implementado. Si el voto es negativo, implica la caída de su cargo pues el Parlamento decidió retirarle su confianza.

Pero también cuenta el Jefe de gobierno con el famoso «poder de disolución» de la asamblea, para que sean los electores los que decidan si apoyan o a aquél o al Parlamento.

[…] dicho poder de disolución queda a discreción del jefe de gobierno, el cual puede presentarlo tenga o no conflicto con el Legislativo, ya que de la misma manera que el Parlamento puede amenazar al Ejecutivo con hacerlo caer, en reciprocidad el Ejecutivo puede amenazar al Parlamento con hacerlo caer en sus funciones; se trata de un mecanismo, por tanto, equilibrador, por eso al ejercicio del derecho de disolución.[28]

8. Forma de Gobierno Presidencial

En el sistema presidencial, a diferencia del parlamentario, el principio de separación de poderes[29], al menos en teoría, está rigurosamente aplicado: el ejecutivo y el legislativo son plenamente independientes; es decir, cada uno actúa dentro de la esfera competencial fijada constitucionalmente, aunque cabe mencionar que ambos están obligado a cooperar en ciertos puntos estratégicos del proceso político.

Por eso, como apuntan Fix-Zamudio y Valencia Carmona (p. 278), “En el régimen presidencial el legislativo y el ejecutivo están condenados a vivir separados, pero también están obligados a marchar de acuerdo; el legislativo no puede echar abajo al gobierno, pero ésta a su vez no puede disolver al legislativo.”

Los elementos principales del régimen presidencial son los siguientes: un ejecutivo monocéfalo, legitimación democrática dual y mandatos fijos para ambos poderes.

A. Ejecutivo monocéfalo

En este sistema, a diferencia del parlamentario, el titular del órgano ejecutivo es a la vez Jefe de Estado y Jefe de gobierno, y puede ejercer sus atribuciones sea directamente o indirectamente a través de sus «Secretarios de Estado».

El conjunto de secretarios de Estado forman lo que se conoce como el gabinete que se califica de «presidencial».

A diferencia de lo que ocurre con el gabinete de ministros del sistema parlamentario, el gabinete presidencial no tiene una relevancia constitucional autónoma como órgano colegiado, pues los integrantes de dicho gabinete no forman un órgano responsable y solidario, sino que cada uno de ellos está encargado de actuar según la política establecida por el presidente, quien puede siempre removerlos si lo juzga pertinente para la buena marcha del gobierno.

B. Legitimación democrática dual

En el sistema presidencial tanto al Presidente como a los miembros del órgano legislativo se les elige siempre por el voto popular. Es decir, tanto el presidente como los miembros del órgano legislativo se legitiman en el sufragio universal y directo, a diferencia del parlamentario en donde el titular del órgano ejecutivo, «jefe de gobierno», es electo por los miembros del parlamento.

C. Mandatos fijos para ambos poderes

El presidente permanece en su cargo durante el tiempo señalado constitucionalmente; es decir, permanece ocupando el cargo durante todo el tiempo para el que fue electo sin que pueda el órgano legislativo amenazarlo, como ocurre en el sistema parlamentario, con una moción de censura que lo obligue a dimitir.[30]

De igual forma que el presidente, los integrantes del órgano legislativo permanecen ocupando su cargo durante el tiempo para el que fueron electos.

Se puede concluir aquí que, siguiendo a Fix-Zamudio y Valencia Carmona (p. 279), “[…] el Ejecutivo presidencial a diferencia del parlamentario no dispone del poder de disolución de la asamblea, pero ésta a su vez no puede intervenir en el funcionamiento del Ejecutivo.”

8. Crítica a las formas Tradicionales de Estado y Gobierno

Es aquí donde podemos plantear las interrogantes a las formas de Estado (Estados simples y compuestos) y de gobierno (monarquía vis república; presidencialismo vis parlamentarismo) estudiadas tradicionalmente.

¿Qué nos dice el afirmar que un Estado es simple o compuesto? Es decir ¿podemos conocer cuáles son, afirmando que un Estado es simple o compuesto, las «finalidades planteadas como objetivos de acción» por dicho Estado? No, no podemos. Afirmar que un Estado es simple o compuesto no nos dice algo acerca de lo que un Estado busca ser (la Forma del Estado).

¿Podemos contestar como concretiza esos fines buscados y planteados un Estado afirmando que su gobierno es presidencialista o parlamentarista?

No podemos contestar sino sabemos antes cuáles son los tipos de Estado; es decir, los fines que un Estado puede plantearse o, dicho de otra forma, lo que un Estado pretende ser.

Por tanto, dar una respuesta sin haber contestado la anterior interrogante es una tautología, pues lo único que se dirá, como en la especia acontece, es una descripción de cómo están definidas constitucionalmente las relaciones entre los órganos legislativos y ejecutivos, pero no se nos dirá, porque no es posible, cómo se encargan los órganos constituidos de concretizar un determinado ideal planteado por la constitución de un Estado (tipo de Estado).

Por tanto, es menester determinar, como lo hace el maestro Giuseppe de Vergottini en Italia, Karl Lowenstein en Alemania, y entre nosotros Fix-Zamudio, Valencia Carmona y Covián Andrade, cuáles son los tipos de Estado.


[1] González Uribe, p. 403.

[2] Burgoa Orihuela (p. 402) lo dice así: “En consecuencia, la ‘forma’ de Estado es el ‘modo’ o ‘manera de ser’ de la entidad o institución estatal misma independientemente de ‘como’ sea su gobierno […]”.

[3] Teoría…, Vol. Primero, p. 331.

[4] Ibídem, pp. 330 y 331.

[5] Ibídem, p. 331.

[6] Ídem.

[7] De Vergottini, p. 90.

[8] Ídem.

[9] Fix-Zamudio y Valencia Carmona, p. 248 y 249.

[10] Ibídem, p. 249.

[11] González Uribe, p. 405.

[12] Derecho constitucional comparado, Madrid, Manuales de Revista de Occidente, 1967, pp. 242 y 242, citado por Fix-Zamudio, Héctor y Salvador Valencia Carmona, Derecho…, p. 251.

[13] Las llamamos así para diferenciarlas de las autoridades centrales.

[14] Teoría…, Vol. Segundo, p. 366.

[15] Diccionario de la Lengua Española, 22ª ed., Disco compacto, España, Real Academia Española, 2003.

[16] Teoría…, Vol. Segundo, p. 373

[17] Sabemos que esto último puede entrañar ciertas controversias pues ¿cómo puede ser federación en un sentido y no en otro? Pero no es el caso de estudiarlas aquí.

[18] Fix-Zamudio y Valencia Carmona (p. 270) dicen lo que afirmamos de la siguiente forma: “Durante mucho tiempo la clasificación de los gobiernos en monarquía y república tuvo gran importancia. Sin embargo, en la actualidad tal distinción ha perdido casi su valor, debido a que la monarquía se ha ido transformando poco a poco en una curiosidad histórica, ocupando su lugar en la mayoría de los regímenes políticos la forma republicana, hasta el momento, grado final del proceso de democratización del poder.”

[19] Fix-Zamudio y Valencia Carmona, p. 276.

[20] Ídem.

[21] “El gobierno se mantiene en el poder siempre y cuando cuente con el apoyo de la mayoría de los miembros del Parlamento, pero deja de gobernar si dicha mayoría se niega a respaldarlo o en las elecciones cambia dicha estructura mayoritaria”. Ibídem, p. 277.

[22] Nosotros hemos optado por llamar órgano ejecutivo a lo que Fix-Zamudio y Valencia Carmona llaman gobierno en razón de que, como ellos mismo lo mencionan en la página 243 de la obra suya que hemos venido consultando, “[…] gobierno […] es mucho más restringido, comprende solamente la organización específica de los poderes constituidos al servicio del Estado, mismos que son, principalmente, los órganos Legislativos, Ejecutivo y Judicial.” Es decir, gobierno es tanto el órgano legislativo como el ejecutivo o administrativo, como el judicial, por ende, no podemos identificar todo el gobierno con uno sólo de los órganos que lo integran.

[23] Ídem.

[24] Según Fix-Zamudio y Valencia Carmona (p. 277) éste instrumento se utilizó durante la tercera república francesa.

[25] Según los mismos autores antes citados, éste instrumento se utilizó durante la cuarta y quinta república francesa y se utiliza en Inglaterra.

[26] Este instrumento se conoce en Italia.

[27] En Alemania.

[28] Fix-Zamudio y Valencia Carmona, p. 278.

[29] Ver, sobre la diferencia entre “división de poderes y separación de poderes”: Guastini, Riccardo, Estudios de Teoría Constitucional, 1ª Reimpresión, México, Distribuciones Fontamara, 2003, pp. 64-67.

[30] En este sistema existen los llamados juicios políticos o impeachment, pero sólo se dan en casos excepcionales y no por la simple desconfianza del órgano legislativo.